CAPÍTULO XXXIII

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La entrevista no fue tan corta ni tan decisiva como había previsto. El galán no se conformó tan fácilmente. Estaba dispuesto a perseverar, tanto como pudiera desearlo sir Thomas. Tenía una vanidad que le llevaba decididamen­te, en primer lugar, a creer que ella le amaba, aunque tal vez sin saberlo; y después, al verse finalmente obligado a reconocer que ella sabía cuáles eran sus propios sentimientos, a estar convencido de que con el tiempo podría lograr que esos sentimientos llegaran a ser lo que él quería.

Estaba enamorado, muy enamorado; y era el suyo un amor que, al actuar sobre un espíritu vivo, vehemente, más ardiente que delicado, hacía que el cariño de Fanny le pareciese más importante por serle negado, y le llevó a la decisión de conseguir el triunfo, tanto como la felicidad, al obligarla a que le amase.

No desesperaría, no iba a desistir. Tenía bien fundados motivos para una firme constancia; la sabía poseedora de todas las virtudes que pudieran justi­ficar la más ardiente esperanza de hallar a su lado una perdurable felicidad; su misma conducta de aquella ocasión, al poner de manifiesto el desinterés y delicadeza de su carácter (cualidades que él consideraba muy raras, desde luego), contribuía a avivar sus deseos y a confirmarle en su decisión. No sabía que atacaba a un corazón ya comprometido. De eso, no tenía la menor sospecha. Más bien la consideraba una muchacha que no había nunca dete­nido lo bastante su pensamiento en esas cosas para estar en peligro; que de ello la había protegido su juventud..., una juventud espiritual tan encantadora como la de su cuerpo; a quien la modestia había impedido entender el sentido de las atenciones que él le prodigara, y que estaba todavía aturdida por lo repentino de unos requerimientos tan absolutamente inesperados, así como por la novedad de una situación que su fantasía nunca había llegado a soñar.

¿No se desprendía de ello, lógicamente, que cuando fuese comprendido habría de triunfar? Él lo creía a pies juntillas. Un amor como el suyo, en un hombre como él, podía contar con que, perseverando, se vería correspondi­do, y a no muy largo plazo; y le entusiasmaba hasta tal punto la idea de obligarla a quererle en muy poco tiempo, que apenas se dolía de que no le quisiera ya. Tener que vencer una pequeña dificultad no era un mal para Henry Crawford; era algo que más bien le espoleaba. Ya había comprobado su actitud para ganar corazones con excesiva facilidad. Ahora se hallaba ante una situación nueva y excitante.

Para Fanny, sin embargo, que demasiadas contrariedades había conocido durante su vida para ver en ello el menor encanto, todo eso era ininteligible. Le veía empeñado en perseverar. Pero cómo podía ser capaz, después de haberla oído expresarse en el lenguaje que ella se consideró obligada a emplear, no alcanzaba a comprenderlo. Le dijo que no le amaba, que no podía amarle, que estaba segura de que no le amaría jamás; que semejante cambio en sus sentimientos era totalmente imposible; que era una cuestión muy dolorosa para ella; que había de rogarle que nunca volviese a mencio­narla, que la dejara marchar sin retenerla más y considerase el asunto termi­nado para siempre. Y como él siguiera presionando, añadió que, en su opinión, tenían unos gustos tan opuestos, que hacían incompatible un mutuo afecto; y que no podían ser el uno para el otro debido al carácter, formación y hábitos respectivos. Todo esto le había dicho, con la buena fe de la sinceridad; pero no bastó, pues acto seguido negó él que hubiera la menor incompatibilidad de caracteres, ni nada en sus gustos que les impidiera congeniar, y declaró categóricamente que seguiría amándola y no abandona­ría la esperanza.

Fanny conocía bien su propio sentir, pero no podía juzgar el efecto que producía su modo de expresarlo; su modo era irremediablemente suave, y no se daba cuenta de hasta qué punto dejaba oculta la firmeza de su propó­sito. Su apocamiento, gratitud y dulzura hacían que toda expresión de indi­ferencia pareciese casi un sacrificio de abnegación... Parecía, al menos, que le diera a ella misma tanta pena como a él. Mr. Crawford ya no era el Mr. Crawford que, como admirador clandestino, insidioso, traidor de María Bertram, se había ganado su aborrecimiento; aquél cuya sola presencia se le había hecho insoportable; en quien ella no podía creer que existiese una sola cualidad buena, y cuyos poderes, incluso el de resultar agradable, ella apenas había reconocido. Ahora era el Mr. Crawford que se le dirigía con ardiente, desinteresado amor; cuyos sentimientos se habían convertido, al parecer, en cuanto pueda haber de noble y recto; cuyos proyectos de felicidad se cifraban todos en un casamiento por amor; que estaba expresando lo mucho que apreciaba las virtudes que la adornaban y describía su afecto una y otra vez, demostrando, hasta dónde puede demostrarse con palabras y, además, con el lenguaje, el tono y el espíritu de un hombre de talento, que la quería por su dulzura y su bondad; y, para que nada faltara... ¡era ahora el Mr. Crawford que había conseguido el ascenso de William!

Mansfield Park - Jane AustenDonde viven las historias. Descúbrelo ahora