CAPÍTULO XVI

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No estaba en el poder de miss Crawford conseguir, con su conversación, que Fanny olvidara realmente lo que había sucedido. Al término de la velada fue a acostarse dominada por la misma impresión, con los nervios todavía excitados por la violencia del ataque que le había dirigido su primo Tom, tan pública e insistentemente, y con el espíritu agobiado por la reflexión y el reproche tan desconsiderados que le había hecho su tía. Haberse visto llama­da de aquel modo, para enterarse de que sólo se trataba del preludio de algo infinitamente peor; haber escuchado que debía hacer algo tan imposible para ella como intervenir en la representación y, después, haber tenido que sopor­tar aquellas imputaciones de obstinación e ingratitud, reforzadas con aquella alusión a su situación de inferioridad... fue un todo que la hizo sufrir dema­siado en el momento de producirse para que al recordarlo a solas pudiera afligirla mucho menos, especialmente teniendo en cuenta el sobreañadido temor de que a la mañana siguiente se renovara el planteamiento de la cuestión. La protección de miss Crawford sólo había servido para el momen­to; y si se veía de nuevo requerida por ellos, con toda la insistencia autoritaria que Tom y María eran capaces de desarrollar, y en el caso probable de que Edmund se encontrase fuera de casa, ¿qué podría hacer ella? Quedó dormida antes de hallar contestación a esta pregunta, que no le pareció menos abru­madora cuando se despertó por la mañana. Pero como el cuartito blanco del ático, que había seguido siendo su dormitorio desde el día que pasó a integrar la familia Bertram, resultase incompetente para sugerirle alguna contestación, Fanny recurrió, en cuanto estuvo vestida, a otra habitación más espaciosa y más apropiada para pasear, reflexionando, arriba y abajo, y de la que era desde hacía algún tiempo casi tan dueña como de la suya. Había sido el cuarto de estudio de las niñas; es decir, este nombre había sido su distintivo hasta que las hermanas Bertram no quisieron admitir que siguieran llamán­dolo ìsí ni se destinase a tal fin hasta otra época futura. Allí había vivido miss Lee y allí las niñas habían leído y escrito, y hablado y reído hasta hacía poco más de tres años, cuando aquélla abandonó la casa. Entonces la habitación se convirtió en un espacio inservible, y por algún tiempo quedó totalmente abandonada, excepto por parte de Fanny, que entraba a menudo para cuidar de sus plantas o siempre que deseaba coger uno de sus libros; y no estaba poco contenta de poder guardarlos allí, dada la insuficiencia de espacio disponible en su cuartito del piso superior. Pero gradualmente, a medida que se acrecentaba el valor que para ella tenía el nuevo espacio por las comodi­dades que le proporcionaba, fue considerándolo como parte integrante de sus dominios y pasaba allí casi todas sus horas libres; y al no tropezar con ninguna oposición había ido adueñándose de un modo tan natural e impre­meditado de aquel rincón, que ahora todos lo consideraban de su pertenen­cia. Así, pues, el cuarto del este, como lo llamaban desde que María Bertram había cumplido los dieciséis años, se consideraba ahora casi tan particular de Fanny como el cuartito blanco del ático; pues la estrechez del uno hacía tan evidentemente razonable el uso del otro, que las hermanas Bertram, que tenían en sus respectivos aposentos todas las ventajas superiores que pudiera exigir su propio sentido de superioridad, lo aprobaron sin el menor reparo; y tía Norris, después de estipularse que jamás se encendería allí una estufa por motivo de Fanny, quedó medianamente resignada a que ésta hiciera uso de lo que nadie más quería, aunque los términos en que a veces hablaba del favor parecían significar que se trataba de la mejor habitación de la casa.

Su orientación era tan ideal, que hasta sin estufa era habitable en más de una incipiente primavera y de un fin de otoño, por la mañana, para una espíritu tan resignado como el de Fanny; y, mientras en ella entrase un rayo de sol, abrigaba la esperanza de no tener que abandonarla, ni siquiera en pleno invierno. El bienestar que le procuraba en sus horas de asueto era grande. Allí podía refugiarse después de toda escena desagradable soportada en el piso bajo, hallando inmediato consuelo en alguna ocupación o algún curso de ideas en relación con los mismos objetos de que se veía rodeada. Sus plantas, sus libros (que se había dedicado a coleccionar con afán desde el primer momento en que pudo disponer de un chelín), su mesita escritorio, sus labores caritativas e ingeniosas... todo lo tenía allí a su alcance; y cuando no se sentía en disposición de ocuparse en algo, cuando su ánimo sólo la predisponía al ensueño y a la contemplación, apenas podía mirar un objeto en aquel recinto que no suscitara en ella la evocación interesante de algún hecho ocurrido en aquel mismo sitio. Todo le era amigo o le hacía pensar en una persona amiga; y aunque allí había tenido que soportar a veces mucho sufrimiento... aunque sus razones habían sido a menudo mal interpretadas, sus sentimientos desatendidos y su intelecto menospreciado... aunque allí había conocido los tormentos del rigor, del ridículo y del desdén..., no obstante, casi toda repetición de alguna de aquellas coyunturas había condu­cido a algo consolador: tía Bertram había hablado en su defensa, o miss Lee la había alentado, o, lo que era más frecuente y más apreciable aún, Edmund había sido su paladín y su amigo de siempre, ya defendiendo su causa o explicando su intención, ya encareciéndole que no llorase o dándole alguna prueba de afecto que convertía su llanto en una verdadera delicia... Y el conjunto aparecía ahora tan perfectamente fundido, con unos matices tan bien armonizados por la distancia, que toda pretérita aflicción tenía su encan­to. El recinto le era sumamente querido y no hubiera cambiado sus muebles por los mejores de la casa, aunque lo que ya de por sí era sencillo había recibido los malos tratos de la gente menuda. Y los principales adornos y elegancias que contenía eran: un deslucido escabel que Julia usara en sus labores, excesivamente estropeado para llevarlo a la sala de estar; tres transpa­rencias, debidas a cierto momento en que una racha de la moda impuso las transparencias por todas partes, que cubrían los tres cristales inferiores de una ventana, donde la Abadía de Tintem tenía su sitio entre unas ruinas de Italia y un lago iluminado por la luna en Cumberland; una colección de retratos de familia considerados indignos de figurar en otro sitio, sobre la repisa de la chimenea; y al lado de éstos, apoyado contra la pared, el pequeño croquis de un barco que cuatro años antes le había enviado William desde el Medi­terráneo, con la inscripción H.M.S. en el casco de unos caracteres tan grandes como el palo mayor.

Mansfield Park - Jane AustenDonde viven las historias. Descúbrelo ahora