CAPÍTULO XVIII

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Todo progresaba ahora regularmente: teatro, actores, actrices y vestuario... todo iba adelante; pero, aunque no surgieron nuevos grandes obstáculos, Fanny pudo observar, antes de que hubieran transcurrido muchos días, que no todo era constante satisfacción para los mismos que integraban el grupo escénico, y que no se veía en el caso de presenciar una continuidad de aquella unánime alegría que casi se le hizo insoportable al principio. Todos empeza­ron a evidenciar sus respectivos motivos de disgusto. Edmund tenía muchos. Totalmente en contra de su criterio, se llamó a un escenógrafo de la capital, que estaba ya trabajando, lo que venía a incrementar los gastos considerable­mente y, lo que era aún peor, la resonancia del acto que se proponían celebrar; y su hermano, en vez de dejarse guiar efectivamente por él en cuanto a la intimidad de la representación, repartía invitaciones a todas las familias que se encontraba al paso. El propio Tom empezó a enojarse por la lentitud con que progresaba la obra del escenógrafo y a sentir el fastidio de la espera; había aprendido su papel (todos sus papeles, pues se había encargado de cuantos podían conjugarse con el de mayordomo) y estaba impaciente por actuar; y, a medida que pasaba los días de tal suerte desocupado, se le hacía cada vez más evidente la insignificancia de todos sus papeles reunidos y se sentía más propenso a lamentar que no se hubiese elegido otra comedia.

Fanny, que se prestaba siempre a escuchar atentamente, y era a menudo la única oyente que se tenía a mano, fue la obligada confidente de las quejas y aflicciones de los demás. Así, se enteró de que todos pensaban que Mr. Yates declamaba horriblemente; de que a Mr. Yates le había defraudado Henry Crawford como actor; de que Tom Bertram hablaba tan aprisa que nadie le entendería una palabra; de que la señora Grant lo estropeaba todo al reírse de continuo; de que Edmund estaba muy atrasado en el estudio de su papel y de que era un verdadero suplicio trabajar al lado de Mr. Rushworth, incapaz de decir una sola frase sin necesidad de apuntador. Se enteró, asimismo, de que al pobre Mr. Rushworth se le hacía muy difícil encontrar a alguien que quisiera ensayar con él: también él expuso su queja a Fanny, lo mismo que los demás. Y ella veía de un modo tan claro cuanto hacía su prima María para rehuir a su prometido y la innecesaria frecuencia con que se ensayaba la primera escena entre ella y Mr. Crawford, que pronto la invadió el terror de tener que escuchar nuevas quejas de aquél. Lejos de verles a todos contentos y divertidos, descubrió que cada uno por su lado deseaba algo que no tenía o daba motivos de disgusto a los demás. Unos consideraban su papel demasiado corto, otros demasiado largo... nadie prestaba la debida aten­ción... nadie sabía por dónde había que aparecer, si por la derecha o por la izquierda... nadie quería seguir un consejo, como no fuera el mismo que lo daba.

Fanny consideraba que los preparativos de la representación le brindaban a ella ocasión de divertirse inocentemente tanto, por lo menos, como los demás. Henry Crawford trabajaba bien, y para ella era un placer deslizarse a la sala del teatro y presenciar el ensayo del primer acto, no obstante el efecto que le producían ciertos parlamentos de María. Esta, según le parecía a Fanny, trabajaba asimismo muy bien... demasiado bien; y a partir de los primeros ensayos los comediantes se acostumbraron a tener a Fanny por todo público; y a veces como apuntador, otras como simple espectadora, solía serles muy útil. Por lo que ella podía juzgar, Henry Crawford era con mucho el mejor actor de todos: tenía más seguridad que Edmund, más capacidad que Tom, más talento y más gusto que Mr. Yates. A ella no le gustaba como hombre, pero tenía que reconocer que era el mejor actor; y sobre este punto pocas opiniones había que difiriesen de la suya. Mr. Yates, por supuesto, protestaba de su insipidez y monotonía; y llegó al fin el día en que Mr. Rushworth se dirigió a ella con semblante sombrío, para decir:

––¿Cree usted que hay algo de maravilloso en todo eso? Por mi vida y mi alma que, lo que es yo, no puedo admirarle; y, entre nosotros, esto de ver a un individuo pequeño, corto de talla, de aspecto vulgar; erigido en primer actor, resulta muy ridículo, opino yo.

Mansfield Park - Jane AustenDonde viven las historias. Descúbrelo ahora