CAPÍTULO XXXIV

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Edmund había de enterarse de grandes cosas a su regreso. Muchas sorpre­sas le aguardaban. La primera no fue la de menos interés: la presencia de Henry Crawford y su hermana, que paseaban por la carretera cuando él llegó en el coche. Había creído, teniendo en cuenta los propósitos de ellos, que se encontrarían muy lejos de allí. Había prolongado su ausencia más de una quincena a propósito, para eludir a Mary Crawford. Volvía a Mansfield con el ánimo dispuesto a alimentarse de recuerdos melancólicos y tiernas evoca­ciones, y se encontraba de pronto ante la linda muchacha en persona, apoyada en el brazo de su hermano; y se veía, además, acogido con una bienvenida francamente amistosa por parte de la mujer en quien pensaba unos momentos antes, considerándola a setenta millas de distancia y más lejos, mucho más lejos de él por sus inclinaciones de lo que cualquier distancia pudiera ex­presar.

La acogida que le dispensó no hubiera llegado a soñarla de haber esperado encontrarla allí. Volviendo de cumplir un propósito como el que había motivado su ausencia, Edmund hubiera esperado cualquier cosa antes que una actitud de satisfacción y unas palabras de sentido puramente agradable. Fue bastante para enardecer su corazón y hacer que llegara a casa en el estado más propicio para apreciar todo el valor de las otras gratas sorpresas que le aguardaban.

Pronto quedó enterado del ascenso de William, con todos los detalles; y teniendo en su pecho aquella secreta provisión de optimismo para contribuir a su alegría, halló en ello una fuente de gratisimas sensaciones y sostenida animación durante la comida.

Después, cuando quedó a solas con su padre, supo la historia de Fanny; y entonces vino en conocimiento de todos los grandes acontecimientos de la última quincena y del actual estado de cosas en Mansfield.

Fanny sospechó lo que ocurría. Tanto prolongaban su permanencia en el comedor, que tuvo la seguridad de que estaban hablando de ella; y cuando al fin el té los sacó de allí, y pensó que Edmund iba a verla otra vez, se sintió terriblemente culpable. Edmund se aproximó a ella, se sentó a su lado, le cogió una mano y se la estrechó con cariño; y en aquel momento pensó Fanny que, de no ser por la ocupación y atenciones que el servicio del té requería, se hubiera traicionado dejándose arrastrar por la emoción a un exceso imperdonable.

Sin embargo, con aquella acción, Edmund no se proponía darle el estí­mulo y la incondicional aprobación que ella dedujo de la misma. Sólo quería expresarle que se hacía partícipe de cuanto a ella pudiera interesar, y testimo­niarle que lo que acababan de decirle avivaba sus sentimientos afectivos. Él estaba, de hecho, enteramente del lado de su padre en aquella cuestión. Su sorpresa no fue tan grande como la de su padre, al enterarse de que ella había rechazado a Crawford, porque, lejos de suponer que sintiera por él nada parecido a una preferencia, siempre había creído más bien lo contrario, y pudo imaginar perfectamente que el caso la había cogido desprevenida; pero ni el propio sir Thomas era más partidario que él de aquellas relaciones. A su juicio, ya no podía ser más recomendable aquel enlace; y mientras ensal­zaba a Fanny por lo que había hecho dada su actual indiferencia, alabándola en unos términos bastante más entusiastas que los que sir Thomas hubiera podido suscribir, esperaba muy de veras, lleno de confianza, que al fin habría boda y que, unidos por un mutuo afecto, resultaría que sus caracteres eran tan exactamente adecuados el uno para el otro como él empezaba seriamente a considerarlos. Crawford había procedido con demasiada precipitación. No le había dado a ella tiempo de sentirse atraída. Había comenzado al revés. No obstante, con las condiciones que él poseía y con el buen natural de ella, Edmund confiaba en que todo contribuiría a una feliz conclusión. Entretan­to, bastante vio lo muy turbada que estaba Fanny para guardarse muy bien de provocar nuevamente su inquietud con una sola palabra, una mirada o un ademán.

Crawford les visitó el día siguiente, y en atención al regreso de Edmund, a sir Thomas le pareció más que natural invitarle a comer. Era, en realidad, un cumplimiento obligado. Henry aceptó, desde luego, lo que proporcionó a Edmund una magnífica oportunidad para observar cómo adelantaba con Fanny y qué margen de confianza inmediata podía deducir para sí de la actitud de ella; y fue tan poco, tan poquísimo (toda eventualidad, toda probabilidad alentadora, se apoyaba tan sólo en su turbación; de no existir motivo alguno de esperanza en su confusión, no cabria ponerla en nada más), que casi estuvo dispuesto a maravillarse de la perseverancia de su amigo. Fanny lo merecía todo; la consideraba digna de cualquier extremo de pacien­cia y de todo esfuerzo mental; pero pensó que él no se vería capaz de insistir cerca de mujer alguna sin algo más para alentarle de lo que pudo descubrir en los ojos de su prima. Puso su mejor voluntad en creer que Henry veía más claro que él; y ésta fue la conclusión más consoladora para su amigo a que pudo llegar, una vez observado todo lo ocurrido antes, durante, y después de la comida.

Mansfield Park - Jane AustenDonde viven las historias. Descúbrelo ahora