capitulo 1

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                                                                          ABADÍA DE MUNSTERBILZEN

                                            Del otoño de 793 a la primavera de 794 anno domini


                                                                                           Amelia


Apareció ante mí entre la niebla que cubría los bosques de las Ardenas, una zona salvaje y frondosa, con infinidad de picos escarpados, profundos despeñaderos, y cuevas oscuras y secretas, donde se dice que tiempo atrás habitaban diosas.

Al principio no fue más que una sombra trémula, sin forma precisa, que ondulaba envuelta en vapor. Su aparicón, mientras caminaba por la senda que lleva de la abadía al bosque, adonde iba a menudo a recoger hierbas, hizo que me detuviera. Permanecí observando hasta que de la húmeda masa opaca se materializó un hombre a caballo, un gigante: alto, ancho de hombros y con una gran cabeza. El cabello, de color cobrizo, le caía en rizos alrededor de la cara, rubicunda, en la que destacaba una gran nariz. vestía como los plebeyos: camisa de lino, calzones y botas de cuero de caña corta. Y montaba a horcajadas un caballo alazán de dieciocho palmos de altura que cargaba en la grupa de un venado muerto. 

Estaba envuelta en la niebla, por lo que no me vio enseguida, y fue justo al pasar a mi lado cuando tiró de las riendas. los enormes ollares del caballo se ensancharon y sentí su cálido aliento en la cara. Su hermosa crin se agitó con el movimiento de la cabeza en respuesta al tirón del jinete. 

Sin una palabra, el hombre se inclinó sobre la silla y me ofreció su brazo grueso y musculoso. Lo cogí sin dudar, como si supiera que era mi destino, y dejé que me subiera hasta sentarme detrás de él, encajada entre su cuerpo y el del venado. No llegaba a rodearlo del todo con los brazos, pero me agradó a mi pesar su calor, ya que era otoño y el frío se me había colado bajo la capa. su olor masculino y la sensación de su fuerte cuerpo bajo la camisa eran nuevos para mí. No le había dicho de dónde venia ni adónde me dirigía, pero debió de deducir de mi sencillo hábito blanco de lana sujeto en la cintura con una cuerda que era de la abadía, pues allí me llevó.

Desmonto en la puerta, me ayudo a bajar y habló por primera vez. Sus palabras fueron tan extrañas que me resultaron incomprensibles: "Eres mía, monjita".

Lo miré mientras se alejaba y pensé en él casi constantemente durante varios días hasta que su recuerdo quedó cubierto y oculto por la neblina del transcurso de las semanas y los asuntos que me ocupaban en la abadía.

Mi madre y mi padre me entregaron a la abadía de Munsterbilzen, junto con una suma considerable que habría sido mi herencia, como regalo a Dios, antes de que cambiara todos los dientes de leche. Había vivido allí desde mi séptimo cumpleaños. El día de otoño en que empieza esta historia, hacía diez años y un mes.

La abadesa era la madre Landrada, a la que quería y había llegado a considerar mi verdadera madre. Nunca la había desobedecido, aunque había discutido con ella algunas veces, como suele suceder entre madre e hija.

El día que me pidió que recibiera y acompañara al rey durante su visita a la abadía, sentí una gran tentación de desobedecerla. No conocía al rey ni tenía las más mínimas ganas de conocerlo. Me alejaría de mis libros y me vería obligada a ser encantadora y respetuosa, y, sobre todo, a estar callada excepto cuando se esperara respuesta de mi parte.

      -Mi querida Amelia, ya sabes que habría preferido acompañarlo yo misma, pero no estoy bien. Seguro que has notado que pierdo fácilmente el aliento, y tengo los miembros tan hinchados que me resulta difícil moverme así que te ofrezco el honor de enseñarle a Su Majestad la abadía -dijo.

LA TENTACIÓN DE LA MONJADonde viven las historias. Descúbrelo ahora