Capítulo 18

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SAJONIA

Otoño e invierno, 794-795

Carlos

Carlos notaba el cansancio de su montura favorita, Céfiro, pero sabía que no cejaría hasta la victoria. Él también estaba cansado. La prolongada batalla contra los sajones se había cobrado su precio en soldados y en energía. Pero era la última antes de que el invierno enviara a casa tanto a las tropas francas como a las sajonas.

Sus esperanzas residían ahora en un ataque por flancos. Había desplazado algunas de sus unidades de infantería hacia el centro del campo de batalla mientras el resto permanecía en el flanco izquierdo del enemigo con el apoyo de parte de la caballería. Él y los otros caballeros se dirigían hacia el flanco derecho. Si conseguía romper el flanco más débil de los sajones, podría vencerlos. Eso les obligaría a retroceder hasta el río Weser.

Se colocó con Céfiro en la primera línea de la caballería. La tropa que tenía a izquierda y derecha eran sus mejores hombres, nobles que se proveían de sus propios caballos y armas y que luchaban por el rey, pero también por las tierras y el ganado que recibirían como recompensa por sus servicios. Con la lanza levantada, gritó "¡Al ataque!"

Sintió como se contraían y estiraban los músculos de Céfiro al lanzarse hacia delante. Su fuerte y poderoso cuerpo se movía con la furia del viento del oeste que había inspirado su nombre. Los soldados del rey se abalanzaros en sus monturas con sus largas lanzas enhiestas a punto. Carlos asestó el primer golpe. Derribó a un sajón de su caballo y le atravesó la cabeza entre los ojos con la punta de hierro de su lanza. La sangre del sajón salió a borbotones. Le cubrió la cara y tiñó su cabello rubio como el sol del color de la herrumbre. Sacó de un tirón la lanza del tejido blando y el duro hueso de la cabeza del hombre y con un movimiento fluido utilizó el arma para derribar a otro sajón.

Alrededor caían sin tregua los hombres. Espoleó a su caballo, que levantó las patas delanteras y se apoyó en las traseras para apartarse de un grácil salto del cuerpo de uno de los soldados de Carlos al que habían derribado.

Comparados con las tropas francas, los sajones eran jinetes mediocres, pero eran hombres nacidos para el combate, fieros y decididos. Dominar un flanco no significaba haberlos derrotado. Sabía muy bien que el enemigo podía estar aplastándolos por la izquierda. Había ordenado a una unidad de reserva que esperaba tras él que se lanzara a la carga cuando el comandante lo considerara necesario.

No era consciente de cuánto había durado la batalla, pero sus razones eran justas y santas. Seguiría luchando hasta que Sajonia entera renunciara a adorar a demonios y falsos dioses y aceptara los sacramentos de la verdadera fe.

¿Qué es lo que había dicho Amelia? Le había recordado que los sajones habían renunciado a sus dioses antes, para volver a ellos en cuanto les había dado la espalda. También había dicho que la tortura no era la manera de llevar la salvación al enemigo.

Sintió un golpe repentino seguido de un dolor agudo en el hombro derecho y comprendió, incluso antes de ver la sangre que le corría por el brazo, que tenía que apartar a Amelia de su pensamiento. Cogió la espada con la mano izquierda y con un rápido movimiento cortó la cabeza del soldado que lo había herido.

Lo invadió la ira, roja y caliente como su propia sangre. Estaba furioso con los sajones por rechazar la cristiandad; con Amelia, por invadir sus pensamientos; y consigo mismo por permitirlo. La cólera le dio la fuerza que necesitaba para avanzar, para sumergirse en la sangre del enemigo, para cortar cabezas y miembros y atravesar corazones hasta abrirse paso hacia el centro, junto con la caballería, donde los soldados de infantería estaban tan ensangrentados como él y donde más cuerpos cayeron ante su espada.

LA TENTACIÓN DE LA MONJADonde viven las historias. Descúbrelo ahora