Capítulo 12

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AQUISGRÁN

Primavera de 794

Amelia

El rey volvió a los tres días. Lo vi entrar en su magnífico caballo una mañana temprano antes de que el sol apareciera en el horizonte, justo cuando yo salía de la capilla después de mis plegarias matutinas.

Me detuve, incapaz de apartar los ojos de él. Les sacaba la cabeza y los hombros a todos los hombres de su séquito. Vestía un chaleco de piel de nutria que le protegía del frío primaveral y una capa de color azul real que le hacía parecer más ancho de hombros de lo que ya era. Desmontó con elegancia y se dirigió a los aposentos reales mientras uno de sus hombres se encargaba del caballo. Oí el sonido metálico de su espada al caminar y vi que ponía la mano sobre la empuñadura de plata. Debió de notar que lo miraba, porque se giró hacia la capilla. Me alejé rápidamente y me dirigí a mis aposentos.

Era atractivo, no podía negarlo, pero era impropio de mi, prometida de Cristo, que su presencia me afectara tanto. Por ello, decidí no unirme a la familia para el desayuno como había hecho los tres últimos días.

Había llegado a disfrutar de la compañía de la familia del rey en su ausencia; se habían acostumbrado a mi presencia y me hacían partícipe de sus conversaciones. Descubrí que las hijas tenían una buena educación y eran capaces de conversar sobre temas diversos, desde poesía y religión hasta la política del reino. Me preocupé de no dejar que Berta supiera que hacía tiempo que había soñado con convertirme en abadesa del monasterio que le sería entregado a ella. En ningún momento dirigí hacia ella mi enojo, pero seguía resultándome difícil perdonar al rey por no decirme que la abadía ya estaba prometida.

Más tarde, uno de los pajes de la corte se me acercó cuando iba a entrar en la biblioteca. Esperaba que me comunicara que el rey requería mi presencia, pero me sorprendió y quizá incluso me decepcionó un poco que no fuera el rey sino uno de sus mayorales quien deseaba verme. Debía encontrarme con él en palacio.

Cuando llegué, me encontré con un hombre vestido de labriego delante de la gran chimenea donde el rey yo nos habíamos sentado anteriormente. Al acercarme a él, se inclinó.

      -Señora.

      -¿Es usted la persona a quien el rey ha pedido que hable conmigo? –le pregunté al aproximarme.

      -Debo llevarla al jardín, señora. ¿o debo dirigirme a usted como hermana? –preguntó al ver mi hábito.

      -Soy novicia. Todavía no he tomado el velo –repliqué.

      -Entonces la llamaré señora. Debo llevarla primero al jardín, luego al huerto y después a los trigales del rey.

      -¿Lo ha ordenado el rey? –pregunté sorprendida.

      -Desde luego –replicó. Me tomó del brazo y me guió hacia la puerta-. El rey me ha dicho que puede aconsejarnos nuevos métodos de cultivo, y que yo debo explicarle nuestro sistema de rotación.

Mientras caminaba hacia los jardines reales y hablaba con el mayoral, olvidé mi resentimiento por verme alejada de mi trabajo en la abadía. La rosaleda me fascinó, y los brotes que se veían ya en los arbustos. Nunca se me habían dado bien las rosas y me interesé en la explicación del mayoral sobre la poda y los injertos.

El huerto, en cambio, palidecía en comparación con el mío, y me llegó el turno de explicarle la nueva técnica de abonado con estiércol. Incluso fuimos a los establos a buscar estiércol seco y lo añadimos al suelo de la forma que me había explicado el viajero galo.

LA TENTACIÓN DE LA MONJADonde viven las historias. Descúbrelo ahora