Capítulo 7

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                                                                              PALACIO DE AQUISGRÁN

                                                                                     Primavera de 794

                                                                                                 Carlos 

La silla que ocupaba Carlos en la gran estancia de sus aposentos no era el trono oficial, pero estaba sobre una plataforma, mientras que las personas a las que recibía se sentaban a una mesa más abajo.

La posición elevada, y su considerable altura, le permitían ver el patio por la ventana del muro de piedra que tenía a la derecha. Así vio a Eginardo y a a muchacha entrar a caballo en el recinto del palacio. Su llegada desvió momentáneamente su atención del jefe búlgaro que, acompañado de sus cohortes, había ido a palacio a proponer una alianza contra el califa de Bagdad.

Mientras Adalgiso, el chambelán hablaba con el jefe y sus consejeros, Carlos miraba como el joven erudito ayudaba a Amelia a desmontar. Parecía incluso más nervioso de lo habitual. Brincaba de un pie al otro, y parecía no saber qué hacer con las manos. Cuando Amelia desmontó, Eginardo se movía de tal manera que parecía medio tonto. Intentó hacer una reverencia, y el gorro se le deslizó por la cara y se balanceó un momento en su nariz al enderezarse rápidamente. Cuando el gorro cayó al suelo, se inclinó para recogerlo y se dio con la cabeza en la rodilla de Amelia.

Carlos tuvo que taparse la boca con una mano para sofocar la risa. Parecía que Eginardo estaba completamente sobrepasado.

      -¿Ocurre algo, Majestad?

El largo silencio que siguió a la pregunta devolvió al rey a la deliberación con los búlgaros, a la que se suponía que estaba prestando atención, justo cuando Amelia recogía el gorro del muchacho con gracia juvenil.

      -¿Majestad? -repitió el chambelán con cara de preocupación.

      -Seguid -contestó con toda la dignidad real de la que pudo revestirse.

      -Además de las cincuenta cabezas de ganado vacuno y las cincuenta de ganado lanar que ha traído consigo, ofrece cincuenta cabezas más a cambio de vuestra protección -tradujo Adalgiso-. ¿Le digo que aceptáis?

      -Dile que quiero cien cabezas más de cada. -Mientras hablaba, se esforzó en no desviar otra vez la atención hacia el patio. Esperó a que el chambelán tradujera la contraoferta, y aún tuvo que esperar más cuando el jefe búlgaro refunfuñó y se giró hacia su lugarteniente para consultar. Parecía necesitar una eternidad. Estaba a punto de decirle a Adalgiso que rebajara a setenta y cinco de cada simplemente para cerrar el trato y dar la bienvenida a Amelia como correspondía. En cualquier caso, el ganado de los búlgaros no le había impresionado demasiado. El mayor beneficio iba a ser tener de soldados contra el califa a las fieras tribus búlgaras.

      -Acepta vuestra oferta, Majestad -dijo Adalgiso antes de que Carlos cediera.

      -¡Excelente -exclamó-. Dile que espero la entrega antes de finales de verano.

Todavía se necesitaron unos minutos más de negociaciones y quejas porque el jefe búlgaro opinaba que se tardaría varios meses largos en recorrer tal distancia con el ganado. Finalmente, llegaron a un acuerdo. El jefe búlgaro se levantó y se inclinó ante el rey sin disimular su enfado por las duras condiciones del trato. A pesar de ello, Carlos sabía que el ganado llegaría y que, además, contaría con un valioso aliado.

      -Dile a Eginardo que quiero verlo -dijo cuando los búlgaros apenas acababan de salir, con lo que Adalgiso no tuvo ocasión de soltar sus habituales alabanzas sobre lo acertad del trato al que había llegado el rey. Detestaba la tendencia del chambelán a abusar del elogio y, además, la verdad era que no había nada que elogiar. Sabía que podía haber alcanzado un pacto incluso más favorable de no haber tenido tanta prisa por ver a Amelia. Nunca antes había sacrificado su perspicacia ni rehuido sus deberes por una mujer. Era un hábito que no tenía intención de adquirir. Pero esta vez parecía diferente: nunca antes había visto una mujer que no se muriera de ganas de estar en su compañía y de agradarle.

LA TENTACIÓN DE LA MONJADonde viven las historias. Descúbrelo ahora