Capítulo 16

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CAMINO A TEMSE

Otoño de 794

Amelia

Los preparativos para el viaje no fueron complicados. Debía llevar conmigo pan y queso suficientes para un día, y contar después con la caridad del prójimo o con mi propio ingenio para el resto de días. Necesitaría una buena capa, ya que los vientos de otoño habían entonado ya la primera canción fúnebre por el verano y, sin duda, cantarían a voz en grito conforme avanzara hacia el norte. Llevaría también una carta de presentación de la madre Landrada.

      -Tienes que seguir el camino que atraviesa el bosque y, al terminar el día, según el obispo Gerold, verás la pequeña abadía de Uslar. Pasa la noche allí, y a la mañana siguiente los monjes te indicarán el camino a Temse. El obispo me dijo que se llega después de un día más de camino. –Debía presentar la carta al abad de Uslar.

Insistió en que me acompañara uno de los sirvientes de la abadía, un hombre llamado Grimoald que era fuerte y corpulento, además de piadoso y buena persona. No veía la necesidad de que me acompañara, pero la madre Landrada se negó a tomar en consideración mi opinión al respecto. No obstante, quiso Dios que Grimoald enfermara en el último momento. Una enfermedad que tenía por síntomas fiebre y tos bronca estaba causando estragos en el monasterio. Así que Adolfa se ofreció voluntaria para acompañarme, aunque a la madre Landrada no acabara de gustarle la idea.

      -No está bien que dos mujeres viajen solas –dio-. Por lo impropio y por el peligro que representa. Espero que ser mujeres de la Iglesia os proteja.

Le aseguré que, dado que el viaje iba a ser corto y por una ruta transitada, era poco probable que algún malvado pudiera causarnos daño sin ser visto. Aun así, insistió en que esperáramos a que Grimoald superara la enfermedad invernal, a lo que repliqué que una demora de duración incierta no beneficiaría nuestra misión. Al final cedió, aunque tuve que repetir con exactitud mis argumentos en favor de nuestra pronta partida. Tal vez fue simplemente mi terquedad la que hizo claudicar a la madre Landrada.

Nuestro viaje empezó como empiezan inevitablemente todos los largos viajes: por la mañana temprano. El aire tenía color lavanda y transportaba el frío y vivificante aroma de las hojas marchitas. Nos alejamos de la abadía en dirección noroeste y no tardamos en entrar en un bosque frío y oscuro donde el aire perdió viveza y se hizo tan pesado como la alfombra de hojas caídas que cubría el suelo. Poco después empezó a caer una llovizna lenta y constante que nos llevó a engaño, pues nos hizo pensar que una lluvia tan fina no sería ninguna molestia. Sin embargo, al mediodía, nos había calado la capa, la capucha y el griñón, y nuestro pelo rapado se aplastaba empapado contra el cráneo. La capa pesaba como si fuera de plomo. Los otros viajeros con los que nos cruzamos en el camino tenían el mismo deplorable aspecto que nosotras.

Continuamos durante varias horas, sin parar más que dos veces para aliviar la vejiga antes de proseguir trabajosamente bajo una lluvia cada vez más fuerte. Hablamos muy poco durante el lamentable día de camino, que terminó al atardecer, no en el monasterio que la madre Landrada había dicho que encontraríamos en los linderos del bosque sino en una cueva húmeda y oscura que nos ofreció la única protección que pudimos encontrar.

Tiritaba de frío mientras recogía ramas y leños para encender un fuego, pero Adolfa realmente temblaba de pies a cabeza. Tenía las manos demasiado entumecidas para ayudarme.

      -Quítate la capa; está empapada –dije mientras golpeaba el pedernal que me había llevado-. Enseguida tendremos fuego.

      -Tengo tantísimo frío –dijo; la voz le temblaba tanto como el cuerpo.

LA TENTACIÓN DE LA MONJADonde viven las historias. Descúbrelo ahora