Capítulo 26

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Hay días del verano, benditos días, en los que los campos no necesitan al campesino, que debe dejar que los cultivos hagan su propio trabajo. Las plantas crecen y maduran, y crecen los frutos, y el campesino dice que la cosecha está "encamada", hasta que hay que desherbar, regar o cosechar. Durante ese tiempo, trabajamos con ahínco en la iglesia y la acabamos justo antes del mes de la cosecha.

Fue también uno de esos días de verano cuando llegó al pueblo un forastero que me buscaba. Conwoin lo trajo a la iglesia donde, inclinada, ayudaba a construir el altar.

      -Amelia. Este mensajero la busca.

Al levantarme, hice un gesto de dolor por la contracción repentina de un músculo de la espalda. El forastero, que llevaba en la mano una vitela enrollada, se me acercó.

      -¿Es usted Amelia de la abadía de Munsterbilzen? –preguntó en un dialecto de la lengua germánica.

      -Sí.

      -Esto es para usted –dijo alargándome la vitela.

Era rato que alguien recibiera un mensaje escrito, sobre todo una humilde novicia como yo. Por eso dudé en aceptarlo, ante el temor de que fueran malas noticias. Tal vez me comunicaban la muerte de la madre Landrada. Le indiqué a Conwoin con la mano que podía marcharse, lo que hizo sin ganas, ya que se perdía el gran acontecimiento. Pero quería estar sola por si tenía que leer malas noticias. Aun así seguía sin decidirme a aceptar el pergamino.

      -Es mejor que lo coja. Es del rey.

Se me cortó la respiración. ¡Carlos había muerto! Alguien de la corte, quizás Eginardo, me enviaba el mensaje. Me temblaba la mano cuando lo cogí.

El hombre me miró con suspicacia, como si sospechara que el rey me mandaba llamar por algún delito.

      -Se lo quité de las manos a un hombre que ahora está muerto –dijo cuando desenrollé la carta-. Casi estaba congelado cuando lo encontré, pero vivió lo suficiente para decirme que el mensaje era para usted y dónde la encontraría. Me explicó que le habían dicho dónde estaba en una abadía llamada Munsterbilzen.

      -¿Dice que lo encontró casi congelado? –pregunté con una voz ahogada que me resultó casi irreconocible-. ¿Enviaron el mensaje en invierno? Es casi invierno otra vez.

El hombre se encogió de hombros.

      -No iba a arriesgarme a viajar en invierno y morir yo también solo para traérselo, ¿no? Se lo he traído en cuanto he podido, aunque el mensajero del rey no me pagó por ello. Me pareció que era mi deber con el rey.

Sabía que mentía sobre el pago. Las botas que llevaba y la empuñadura de plata de la espada de soldado que colgaba en su costado lo delataban: o el soldado moribundo se lo había dado o el hombre lo había cogido del cadáver.

No me explicó por qué no había traído el mensaje durante la primavera o el verano, aunque siguió de pie delante de mí, esperando. Primero pensé que esperaba que leyera la carta, pero me di cuenta de que lo que esperaba era que le pagara.

      -No tengo nada que darle, aparte de mi bendición –dije.

      -Tiene zapatos.

      -¿Cómo?

      -Mi esposa no tiene zapatos. Usted lleva unos buenos.

Me miré las puntas de los pies, que sobresalían por el dobladillo del hábito. Mis zapatos eran como los de los campesino, de suelas de madera, pero resistentes. Me los quité y se los di a sabiendas de que, si de verdad su esposa no tenía zapatos, tal vez nunca llegaría a verlos. Probablemente el hombre los cambiaría por algo para él. También sabía perfectamente que es pecado juzgar a alguien de esa manera, pero Dios me había dado una mente que me permite comprender la verdad.

Apreté la carta contra el pecho un momento mientras me armaba de valor para leerla. El hombre se alejó unos pasos y esperó. Si había respuesta, tendría que encontrar la forma de volver a pagarle.

Casi se me escapó un grito al ver la escritura. Las letras eran demasiado grandes y el trazo tosco, como el de un niño. ¿Cuántas veces había oído al rey lamentarse de su deficiente caligrafía? ¡Qué valentía mostraba al haberlo intentado! Todo ello hacía que la carta, y su autor, me resultaran aún más preciados.

El mensaje era corto y difícil de leer:

Luche contr los sajons asta que nev. Te vi en la oscurdad. Cuando este ben ire a vert a labadia para hablar de

La humedad había emborronado el resto del mensaje. Ni siquiera estaba firmado, pero sabía que eran sus palabras. Me sentí sobrecogida: me había visto, y yo lo había visto a él. No fue un sueño. Pero, ¿qué quería decir con "Cuando este ben"? ¿Bien? ¿Es que no estaba bien todavía? ¿Y de qué quería hablar conmigo? ¿Necesitaba mi asesoramiento? ¿Quería mis consejos para su hija, que debía aprender sobre la abadía que iba a concederle? ¿O quería hablar de amor? Ni me atrevía a pensar en algo así.

      -¿Hay respuesta? –preguntó el hombre.

Dudé al pensar en todo lo que quería decirle a Carlos, en las ganas que tenía de explicarle que pensaba en él a menudo y que añoraba su contacto. Que yo, también, era consciente de nuestro extraño encuentro. Pero no debía hacerlo.

      -No –dije finalmente-. No hay respuesta.

      -Tiene suficiente espacio en el dorso para escribir lo que quiera –replicó dando por hecho que no tendría con qué responder.

      -No hay respuesta –repetí. El hombre se giró y se dirigió hacia la salida del pueblo-. ¡Espere! –grité a sus espaldas-. ¿Tiene noticias del rey? –le pregunté cuando se volvió-. ¿Pasó bien el invierno? ¿Está otra vez en guerra? ¿O se aloja de nuevo en alguno de sus palacios?

      -No estoy al tanto de los asuntos del rey, hermana. No sé nada de sus batallas ni de sus palacios. –Y con esa respuesta, algo hosca, se dio media vuelta y se fue.

A partir de ese momento, no pude quitarme a Carlos de la cabeza, aunque sabía que estaba mal pensar en él de ese modo. Desenrollé el pergamino y volví a leerlo decenas de veces. A veces me limitaba a mirar las letras y me imaginaba sus grandes y fuertes manos intentando escribirlas correctamente. Podía imaginarme su cara, la forma de su cuerpo, su respiración en mi cabello...

Guardé la vitela e intenté no pensar en ella ni en la mano que la había escrito. Intenté concentrarme en la edificación de la iglesia y la vida del pueblo.


LA TENTACIÓN DE LA MONJADonde viven las historias. Descúbrelo ahora