Capítulo 17

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Me dejó tan estupefacta que por un momento me quedé sin habla, hasta que saqué la carta de presentación que llevaba en una bolsa colgada de la cintura y se la di. La cogió, la examinó por delante y por detrás, y me la devolvió. Obviamente no sabía leer.

      -Compartiremos lo que tenemos. Pero quienquiera que llega aquí debe ganarse el sustento. –Miró a Adolfa, que se colgaba de mí-. Si ella no puede, usted deberá trabajar por las dos.

      -Si esas son las normas, por supuesto que...

El abad se giró y se alejó antes de que pudiera expresar mi acatamiento. Miró hacia atrás por encima del hombro y nos indicó con un gesto que lo siguiéramos. Caminé unos pasos por detrás del enfurecido cerdo a la vez que sujetaba a Adolfa.

El abad se paró delante de una pequeña estructura con techo de pala. Había una ventana sin postigo y una puerta.

      -Dormirán aquí. Mandaré que les den mantas cuando hayan ordeñado. Dos cabras y una vaca, allí –dijo señalando a los animales que pastaban en un pedazo de hierba-. Dagoberto traerá un cubo.

Hasta ese momento, Adolfa n había emitido sonido alguno excepto para toser y estornudar.

      -Está sucio –dijo mirando la pequeña cabaña.

El abad la miró y se rió, dejando al descubierto el lamentable estado de su dentadura y los espacios dejados por los dientes caídos.

      -Están acostumbradas al lujo en su abadía, ¿verdad? Nuestro monasterio es pobre. Nuestras cosechas apenas nos alimentan y algunos de los nuestros mueren cada año de hambre. No tenemos viñedos, ni trigo con el que hacer pan extra para vender, ni oro en nuestras arcas. Solo una pequeña cervecería. No hay disputas por la abadía de Uslar entre las ricas amistades del rey. Nadie intenta hacerse con mi puesto. Seré siempre el abad. –Volvió a reírse y se alejó con el cerdo.

      -Vamos, Adolfa. Estaremos bien en la cabaña. No está más sucia que la cueva.

      -¡Sí que lo está! –Habría seguido hablando, pero se lo impidió un ataque de tos. Parecía que incluso respirar le suponía un esfuerzo supremo.

Después de considerables esfuerzos, conseguí entrarla en la choza. El sucio suelo apisonado olía a tierra. No había muebles, ni siquiera una mesa o una silla. Lo mejor que pude hacer fue apoyarla en un rincón y envolverla en su capa, todavía húmeda. Cuando acabé, el monje que el abad había llamado Dagoberto, el que nos había recibido a la entrada, apareció en la puerta con un cubo de madera.

      -Lleve la leche allí –dijo señalando uno de los toscos edificios que debían de usar de refectorio.

Hacía varios años que había dejado de ordeñar en Munsterbilzen, y había perdido traza. Me llevó mucho más de lo habitual ordeñar a los tres animales. Llevé la leche, cubo a cubo, al refectorio, donde el abad y sus nueve monjes cenaban ya pan duro y queso. Algunos de los hombres agarraron el cubo en cuanto entré y mojaron el pan en la leche para ablandarlo. Otro arrebató el cubo, se lo llevó a la boca y bebió con avidez. Con el segundo cubo pasó lo mismo. Cuan do ordeñé la última cabra, me detuve en nuestra choza y ayude a Adolfa a beber un poco de la leche caliente del cubo. No tomó más que un sorbo, pero yo aproveché para beber. Cuando volví al refectorio no había nadie, así que me llevé el resto de la leche y algunos mendrugos que encontré por la mesa.

En mi ausencia, habían llevado las mantas. Eran de tejido basto, y una colonia entera de chinches se había alojado entre los hilos. Nos acostamos en el suelo, apretadas la una contra la otra, y nos echamos encimas de las mantas con todos sus habitantes. La tos de Adolfa nos impidió a las dos dormir bien. Le subió tanto la temperatura que se quitó la manta de encima.

LA TENTACIÓN DE LA MONJADonde viven las historias. Descúbrelo ahora