Capítulo 2

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No fue un gran acierto de mi parte volver a hurtadillas a la biblioteca para continuar mis estudios. Me resultó difícil concentrarme en la disertación de Vitrubio sobe el radio de la base de una columna y su equivalencia a un semimódulo. Tuve que leer el mismo párrafo una y otra vez para entender cómo el teorema de Pitágoras ayudaba a evitar los problemas de desviación de una estructura, y cómo evitar número irracionales en las dimensiones mediante cuadrados aproximados. Aunque todo ello debería haberme resultado fácil de absorber, la culpabilidad me nublaba la mente. Lo único en lo que podía pensar era que debería estar leyendo los salmos.

Volví a mi celda varias horas después de lo que habría vuelto de haber obedecido a la madre Landrada. Situada en el dormitorio del noviciado, un largo edificio de madera a unos pasos de la iglesia, mi habitación, como todas las demás, era pequeña. De haberme estirado en el suelo de madera, no habría podido extender los brazos delante de mí en ninguna dirección. había un ventanuco minúsculo cerca del techo, y los únicos muebles eran una estrecha cama y una pequeña mesa.

Para aliviar mi culpa, permanecí despierta leyendo los salmos bien pasada la hora en que debería haberme acostado, con la esperanza de redimir mi alma. Cuando la monja responsable de hacer sonar la campaña para la vigilia atravesó a oscuras el dormitorio, como cada madrugada dos horas y media después de medianoche, no había dormido prácticamente nada. Junto con las demás, tuve que levantarme de la cama para rezar y recitar los salmos en la iglesia.

El murmullo de las voces y el calor de los cuerpos en la capilla me adormecieron. Advertí que me había dormido de rodillas cuando una sacudida me despertó en el mismo momento en que mi cuerpo caía hacia delante. La hermana Adolfa, que rezaba a mi lado con la cabeza inclinada, la giró hacia mí con mirada inquisitiva. Volví a cantar los salmos, pero apenas había recitado dos líneas cuando noté que me adormilaba otra vez. un fuerte codazo en las costillas me sacó de golpe del placentero estado en que había caído. Al volverme hacia ella, me amonestó con la mirada.

Bendita hermana Adolfa. Si Landrada era como mi madre, Adolfa se había convertido en mi hermana. Poseía un notable intelecto y era una de las pocas mujeres de Munsterbilzen con la que podía mantener una verdadera conversación. Lo mejor de todo, quizá, es que podía confiar en que nunca me dejaría pasar la vergüenza de darme de bruces con el suelo al recitar los salmos durante la vigilia.

Cuando al fin se acabaron los salmos y las plegarias, salimos todas en fila de la iglesia. Adolfa iba delante de mí, pero en cuanto cruzamos la puerta aminoró el paso, y, sin mirarme, esperó a que la alcanzara.

      ¿Se puede saber qué te pasa? -preguntó en voz baja.

      -Falta de sueño -contesté también en voz queda. No tenemos prohibido hablar entre nosotras, pero sí se nos advierte de la inconveniencia de entablar charlas insustanciales o levantar la voz.

      -Me lo imaginaba. La pregunta es, ¿por qué?

No contesté de inmediato, a sabiendas de que era mejor que nadie oyera lo que tenía que confesar. Esperé a que hubiéramos entrado en el claustro, donde debíamos meditar hasta los maitines.

      -La madre Landrada me dio una penitencia por discutir. He estado despierta toda la noche leyendo los salmos. -Paseábamos por el  oscuro claustro con las cabezas bajas mientras hablábamos. A nuestro alrededor, otras caminaban o meditaban sentadas en los bancos de madera o bajo los grandes árboles que se cernían por encima y escondían sus brotes en la fría oscuridad.

Adolfa mantuvo la cabeza baja y guardó silencio unos segundos. Cuando habló, dijo solo una palabra, entre interrogantes.

      -¿Y?

LA TENTACIÓN DE LA MONJADonde viven las historias. Descúbrelo ahora