Capítulo 24

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Ni Conwoin ni Brunelda volvieron con los demás a las reuniones dominicales. Después de aquello, algunos de los que se habían enterado de lo que había hecho también dejaron de asistir. Pero casi todo el mundo, incluso Conwoin, trabajó en la iglesia durante la primavera y el verano, cuando el trabajo en el campo disminuyó. Trabajar junto a Conwoin y los otros que se sentían ofendidos fue, desde luego, incómodo y molesto. Conwoin no me hablaba, e incluso evitaba trabajar a mi lado.

Todo lo ocurrido me entristecía, y un día intenté acercarme a él mientras construía el marco de una de las ventanas.

      -Me aflige que me evite y que se niegue a rezar con nosotros. –Conwoin levantó la vista un instante sin dejar su trabajo, pero no dijo nada-. Solo quiero que entienda que lo que destruí era una divinidad falsa. Es por su propio bien que debe alejarse de los falsos dioses, o arderá en el infierno. ¿No ve que es mi preocupación por usted la que...?

Recogió sus herramientas y se fue sin que pudiera explicarle que su propia vida además de su alma peligraba. Tanto Dios como la ley del reino prohibían la adoración de divinidades paganas. Me sentí desesperar al verlo alejarse.

Trabajé más y durante más tiempo en la iglesia con la esperanza de liberarme de la oscuridad que me envolvía. Incluso en mi pesar, no podía dejar de pensar en Carlos. Si estaba vivo, ¿iría a buscarme a la abadía? Y si iba y se enteraba de que estaba aquí, ¿vendría a buscarme? Aparté de mí esos pensamientos, avergonzada. No debía contar con algo así. Además, si hubiera querido, ya me habría encontrado. Seguro que me haría olvidado, y yo también lo olvidaría a él.

      -La iglesia la está matando –dijo Judith-. ¡Está delgadísima! Casi no come ni descansa. Su espíritu se resiente, amiga mía. Ya ni ríe ni sonríe. –Apenas me molesté en contestarle, aparte de musitar que el trabajo era importante-. Algunas personas están enfadadas con usted –añadió frunciendo su bonito rostro-. Dicen que destruyó su diosa.

Allí estaba la raíz de mi infelicidad, y respondí como un rayo.

      -Claro que destruí la diosa. Era una divinidad falsa. Un ídolo. Su propia religión condena los ídolos.

Judith me miró unos instantes sin dejar de fruncir el ceño antes de contestar.

      -Tal vez es simplemente que ven las cosas de otro modo. Tal vez de alguna manera ven al dios verdadero en ese ídolo.

Sus palabras me escandalizaron.

      -¿Me engañan mis oídos, Judith? ¿Ha renunciado al Dios que compartimos por el becerro dorado?

Le salieron chispas por los ojos.

      -No se atreva a juzgarme, Amelia. El camino que sigue usted hacia Dios me parece tan pagano como a usted colocar una imagen de Eostre en el campo.

      -¿Se atreve a llamar pagano al Dios que adoro? –grité airada.

      -Tal vez, pero nunca lo llamaría falso. –Su voz, a diferencia de la mía, sonaba calmada. Por alguna razón que no comprendí, esa calma me enfureció.

A la mañana siguiente, dejé la casa al amanecer, en cuanto acabé el oficio de maitines, y antes de que se despertara nadie. Trabajé frenéticamente, no paré más que para beber o hacer aguas, como si el trabajo hubiera de justificarme. Estaba enfadada con Judith. Había sido injusta conmigo. Yo había sido tolerante con la fe de su familia porque pensaba que, al final, la verdad les sería revelada. Pero Judith pagaba mi intolerancia y mi lealtad con simpatía por los paganos y, hasta el momento, sin el más mínimo atisbo de aceptar a Cristo. Incluso lo había calificado de dios pagano.

LA TENTACIÓN DE LA MONJADonde viven las historias. Descúbrelo ahora