Capítulo 15

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ABADÍA DE MUNSTERBILZEN

De la primavera al otoño de 794

Amelia

Un rey es, por la naturaleza de su posición, arrogante, ¿pero qué derecho tenía a decirme si Dios iba o no a perdonarme? No era ni mi sacerdote ni mi confesor. Y encima debió de sentirse magnánimo al decirme que me perdonaba. ¡Pues vaya! Lo que debería haber hecho es pedirme a mí que le perdonara.

Todos esos pensamientos airados me corroían a pesar de mis continuas súplicas para que Dios me concediera el don de la humildad. Y las preguntas que las otras monjas y novicias me espetaban me irritaban todavía más. Su curiosidad era incluso mayor y más fastidiosa que antes, cuando se enteraron de que me habían mandado llamar a palacio.

Gertrudis me vio poco después de llegar con Eginardo, ya tarde, al segundo día de haber dejado Aquisgrán. Ni me dio tiempo de entrar en mi celda antes de que me detuviera.

      -Veo que estás ya de vuelta, hermana, después de viajar durante días y noches sola con el hombre del rey.

      -Y ves bien, hermana –repliqué-; de vuelta estoy.

      -Hay quien no ve con buenos ojos que un hombre y una joven viajen solos –dijo en tono desabrido.

      -¿De verdad? No veo por qué.

       -Ya sabes a qué me refiero. No desconoces la debilidad de la carne –dijo con un resoplido.

      -¿La debilidad de la carne? Me temo que no sé de qué me hablas. ¿Puedes explicarme qué es eso de la debilidad de la carne?

Abrió la boca para hablar, pero se limitó a farfullar algo y mirarme con enojo antes de irse a toda prisa.

Esa noche, durante la cena, no conseguí acallar con tanta facilidad el murmullo de preguntas.

      -Sí –dije-. Fue exactamente como me habían dicho. El rey quería consultarme un asunto de familia. Su hijo, que lo había traicionado. Sí, le di el consejo que me pidió. Le aconsejé un monasterio, porque con todo y ser un destierro no resultaría terriblemente cruel. No, no tengo ni idea de por qué le pareció que mi consejo sería valioso. Sí, el viaje estuvo plagado de peligros. Nos enfrentamos a fieras salvajes y bandidos que intentaron quitarnos la vida, pero Dios me dio la fuerza de dos hombres para acabar con ellos.

Ruego a Dios que me perdone por la exageración; recurrí a ella solo en un intento de acabar con las preguntas. Pero por desgracia no funcionó. Aún tuve que asegurarles que mis conversaciones con el rey versaron principalmente sobre temas religiosos y filosóficos, o sobre su familia. Y que no vi concubinas, y que no dormí en el palacio sino que tenía mi propia habitación, por lo que pude cumplir con la obligación de las horas.

Sus veladas insinuaciones de que los motivos de rey habían sido inmorales me dejaron agotada, lo que no sirvió más que para agudizar mi descontento.

Al parecer, no había conseguido esconder mis emociones tan bien como creía. La madre Landrada me tenía calada. Quedó claro cuando me mandó llamar un día poco después de mi regreso de Aquisgrán y de la marcha del rey al concilio de Frankfurt.

      -Algo te preocupa, mi niña –me dijo con su extraña forma de parecer a la vez compasiva y acusatoria-. No, no lo niegues –añadió cuando me vio las intenciones-. Puedo ver tu enfado en tu falta de paciencia con las demás, por no hablar de la expresión ceñuda que se ha adueñado de tu cara. Tal vez se debe a que debiste volver a Munsterbilzen cuando habrías preferido quedarte en el palacio.

LA TENTACIÓN DE LA MONJADonde viven las historias. Descúbrelo ahora