Capítulo 22

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Y realmente empezamos enseguida los trabajos preliminares en la iglesia. Se cavaron y prepararon los cimientos hasta que el invierno aprisionó el suelo en su cárcel de hielo. Entonces empecé a enseñar los métodos de cultivo que había aprendido. Al principio fueron pocos los que se sentaron a la mesa de José para escucharme, pero poco a poco otros se fueron animando. Isaac seguía sin hablarme, aunque lo pillé escuchando con disimulo una o dos veces.

El invierno llegó con toda su crudeza y, con él, el viento que escupió nieve hasta que cubrió de blanco el pueblo y los campos. A veces dejaba largas dagas colgando de los aleros de las casas. Yo me dediqué a ayudar a Judith a hilar, a tejer y a remover sin cesar la olla de la que nos alimentábamos todos. Me encantaba cuando trabajábamos las dos juntas. Me gustaría decir que siempre hablábamos de temas importantes: Dios y la muerte, la salvación y la fe. Pero no era siempre así. La mayoría de las veces hablábamos de las cosas de la vida, de las importante pequeñeces mundanas que los hombres suelen encontrar aburridas. A menudo nos reíamos de cosas maravillosamente ligeras, efervescentes y cotidianas que ya no recuerdo.

"Ya no hay tanta quietud como antes, ¿verdad, José?", comentaba Isaac. "En la casa que hay un niño y parece que sean dos", decía a veces. "El cacareo de una gallina puede ser pesado, pero el de dos puede llevarte a la tumba", exclamaba otras. Raramente se dirigía a mí de un modo que no fuera indirecto y despectivo. En ninguna ocasión me habló directamente.

Decía: "¿Quieres pedirle a la que se sienta junto a tu esposa que me pase el cucharón para servir las gachas, José?" o "Dile a la monja que se hace tarde, que acorte sus plegarias para que podamos acostarnos todos".

Solo de esa forma evasiva y molesta se puso trabas a la práctica de mi fe. Sentía curiosidad por las oraciones diarias de la familia y, cuando le pregunté a José sobre ellas, me explicó que leía la Tora.

      -Es lo mismo que su Biblia –dijo. Cuando me tradujo las palabras, reconocí pasajes del libro del Deuteronomio que me eran familiares: "Escucha, oh Israel, el Señor es nuestro Dios, el Señor es Uno. Y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con todas tus fuerzas".

Las plegarias que seguían a la lectura, también en la extraña lengua de los judíos, no me resultaron ofensivas cuando José me las tradujo. La larga recitación se llamaba Shemoné Esré, y empezaba así: "Bendito seas Señor, Dios nuestro; Dios de nuestros padres; Dios de Abraham; de Isaac y de Jacob; Dios grande, poderoso y temible; Dios altísimo que prodiga buenos favores y que crea todo. Recuerda las buenas acciones de los patriarcas y trae el Redentor a los hijos de sus hijos, por Su Nombre, con amor. Rey que asiste, salva y escuda. Bendito seas Señor, escudo de Abraham".

Fue esa bendición de alabanza la que me hizo comprender que nuestro Dios es verdaderamente el mismo, y reflexioné con más detenimiento sobre lo que la madre Landrada me había explicado de sus antiguas divinidades paganas. La plegaria era extensa, e incluida no solo bendiciones de alabanza y agradecimiento sino también súplicas por la redención de nuestros pecados. Me pareció que la oración cristiana Padre nuestro era una versión abreviada del larguísimo Shemoné Esré.

Hombres y mujeres rezan por separado entre los judíos, y así aprendí a hacerlo yo. También aprendí el ritual de dar tres pasos adelante y tres atrás antes de las oraciones. No sabía qué significado tenía para los judíos, pero para mí era honrar a la Santísima Trinidad, el Padre, el hijo y el Espíritu Santo. También aprendí cuándo debía arrodillarme y cuándo inclinarme. Judith me enseñó que debía doblar las rodillas en la palabra bendito e inclinarme en la palabra Tú cuando se refería a Dios. Acabé reconociendo las palabras correspondientes en hebreo. Era el mismo Dios al que yo adoraba, pensaba, aunque la lengua no era el franco.

LA TENTACIÓN DE LA MONJADonde viven las historias. Descúbrelo ahora