Capítulo 29

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La crisis se produjo poco después de que saliera de Ratisbona para dirigirse al palacio de Paderborn. Fue, acompañado de Alcuino, para asegurarse la participación de un grupo de nobles en el ejército. Alcuino entró en el palacio mientras hablaba con ellos.

      -¿Qué pasa? –preguntó en cuanto lo vio. Sabía perfectamente que su consejero jamás interrumpiría una reunión sin motivo.

      -Un despacho, Su Majestad –contestó y se lo entregó.

Carlos miró la carta. La enviaba uno de sus emisarios en Roma. Informaba que el papa León había sido secuestrado por un grupo de administradores a los que había favorecido el difunto para Adriano.

      -Paschalis –dijo Carlos al levantar la vista de la carta.

Alcuino asintió.

      -Sin duda vuestro amigo Paschalis está detrás de esto.

      -Avisa a los emisarios de Roma para que garanticen de inmediato su liberación –ordenó. Cuando fue elegido, el papa León había enviado a Carlos las llaves de la tumba de San Pedro y el estandarte de la ciudad de Roma, signos inequívocos de que consideraba a Carlos protector de la ciudad.

Semanas después, los emisarios le comunicaron que habían garantizado la liberación del Papa. El mismo día, Paschalis solicitaba en un despacho la reunión de ambas partes ante el rey para que pudiera escuchar las dos versiones.

      -No quiero ir a Roma. Estoy cansado de viajar –dijo con el ceño fruncido. No añadió que su plan había sido dejar Paderborn lo antes posible para ir a Aquisgrán y a Munsterbilzen a buscar a Amelia.

      -Reunid aquí a los delegados entonces –replicó Alcuino- y escuchad ambas posturas. Mientras tanto yo investigaré al respecto.

Carlos aceptó la propuesta y dejó los pormenores en manos de Alcuino. Su asesoramiento en asuntos políticos era siempre acertado y bien meditado, en contraste, recordó con un suspiro, con su absoluta ignorancia del alma femenina.

El papa León estaba tan delgado que su cuerpo parecía perderse en los pliegues de la túnica blanca. Sus ojos eran órbitas oscuras sumidas en pozos negros, y su piel tenía color de la madera desgastada. Carlos no lo había visto nunca tan desmejorado. Las semanas que había pasado en el exilio a manos de sus detractores no habían sido lo mejor para él. Sentado en la sala del trono del palacio de Paderborn, con las manos entrelazadas y los pulgares crispados, escuchaba la argumentación de sus enemigos en su contra.

      -Tengo aquí una carta de la condesa de Monte Cielo en la que se describe con detalle cómo León, al que llaman Papa, la hizo caer en el adulterio y luego cometió perjurio ante los magistrados negándolo. –Paschalis levantó la carta frente al rey y la agitó como si quisiera que se desprendieran de ella más pecados del Papa-. Imploro a Su Majestad que rechace a este hombre, indigno de calzar las sandalias de su noble predecesor, y lo destituya del trono de San Pedro. –La pasión con que hablaba le hacía temblar la voz.

Carlos conocía bien a Paschalis. El difunto papa Adriano era su tío y había sido uno de los mejores amigos de Carlos. Desde su muerte hacía unos años, había perdido mucha influencia en el papado, por lo que tenía buenas razones para alejar a León del trono.

Apreciaba al joven tanto como Adriano. Y estaba claro que Paschalis pensaba servirse de su amistad para lograr sus objetivos.

Cuando le llegó el turno a los defensores del Papa, apelaron una ley escrita hacia doscientos años en la que se establecía que nadie podía juzgar al Papa. Ya había oído antes el argumento, en boca de Alcuino, que lo había presentado de un modo que resultaba incluso más irrefutable que la disertación que acaba de escuchar.

LA TENTACIÓN DE LA MONJADonde viven las historias. Descúbrelo ahora