Capítulo 28

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PALACIO DE RATISBONA

Primavera- otoño de 795

Carlos

La gran sala del palacio estaba a oscuras. El mundo entero lo estaba, o por lo menos así le parecía a Carlos. Negros nubarrones cargados de agua retumbaban por el peso que debían descargar, y el aire era extraordinariamente húmedo.

Era mediodía, así que a nadie se le había ocurrido encender las velas de la gran sala y Carlos, de un humor tan sombrío como el día, no tenía la más mínima intención de hacerlo ni de encargar a nadie que lo hiciera.

Sentado frente al hogar donde hacía rato que no quedaban más que rescoldos, tenía el hombro herido agarrotado y, con el codo opuesto apoyado en el brazo de la silla, descansaba la barbilla sobre la mano.

El palacio de Ratisbona no era uno de sus favoritos. Solo hacía unos años que había tomado el pueblo y lo había incorporado al reino; el palacio se construyó con prisas y no era ni por asomo tan bello como el de Aquisgrán. Tampoco tenía los manantiales naturales de agua caliente que abastecían las termas de aquel. Sin embargo, fue siempre el favorito de Fastrada, ya que era el más cercano a su tierra, y siempre pasaba allí todo el tiempo que podía, incluso en los meses de invierno, cuando el pueblo y el bosque que lo rodea quedan sepultados por la nieve. Fastrada había muerto en Ratisbona, donde siempre había deseado que la enterraran.

Su voluntad se cumplió: fue enterrada en el palacio tras una misa de difuntos pocos días después de su muerte, el invierno anterior. El funeral real, que tuvo que posponerse hasta la llegada del rey, había acabado hacía unas horas. Se necesitaron varios días para reunir a los magnates del reino y, una vez todos allí, tenían la intención de quedarse varios días más.

Los condes Milo y Teodulfo, así como el duque de Fruili, el gobernador de Baviera, el arzobispo de Reims y varios príncipes que pertenecían a la familia real, habían insistido en que se llevara a cabo una reunión del consejo y, debido al funeral, habían acordado dejarla para el día siguiente.

Sin duda, Carlos lamentaba la muerte de Fastrada, como la de cualquier otro mortal, así como que su relación no hubiera llegado a ser más íntima. También sentía que no hubiera sido feliz como reina. Tal vez lo habría sido si hubiera tenido descendientes varones que algún día habrían ascendido al trono. Pero él no lamentaba en absoluto no haber tenido hijos con ella. Tenía tres hijos vivos de Hildegarda; más hijos habrían complicado la división del reino.

Pero no era en Fastrada en quien pensaba allí sentado solo en la oscuridad de la habitación. Pensaba en Amelia. No había sabido nada de ella ni del mensajero que le había enviado con una carta. Desearía no haberla escrito nunca. Si la había recibido, lo habría tomado por necio y se habría reído de su fallido intento de escribir.

Sin embargo, no se la imaginaba riéndose de nadie. Aun así, se llegaba a ver la carta lo tomaría por un ignorante. ¿Sería capaz de mirarla a la cara otra vez? ¿Tendría algún día la oportunidad de hacerlo? Los asuntos del reino demandaban su atención y estaba atrapado en Ratisbona, y ella se encontraba a cientos de leguas de allí, en la abadía de Munsterbilzen.

Sentado frente al hogar, recordaba las veces que se había sentado junto a ella en Aquisgrán. El calor y la viveza de aquel fuego contrastaban con los rescoldos casi extintos que tenía delante. Pensaba e las animadas conversaciones, las risas, lo mucho que había deseado besarla.

Le desconcertaba que casi todo le recordara de algún modo a ella, hasta el punto que le parecía que había caído sobre él una maldición. Y sin embargo no habría movido un dedo para romperla, de haber podido. No deseaba apartarla de su mente ni de su corazón.

LA TENTACIÓN DE LA MONJADonde viven las historias. Descúbrelo ahora