Capítulo 1.

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"Mi confidente"

Tomo la bicicleta del garaje un poco apresurado y puedo notar el vacío del lugar. El auto de mis padres está en el taller desde hace un par de días cuando fue arrollado por un furgón de carga que pasaba frente a la casa. El auto estaba estacionado bajo el abedul plantado a la orilla de la calle, al parecer el otro conductor no se tomó la molestia de calcular el espacio disponible para pasar y terminó dejando una enorme abolladura en la puerta derecha del auto; por suerte no había nadie dentro de él, de ser así, se habría llevado un gran susto. Después de treinta largos minutos de discusión, mi padre y el conductor del furgón llamado Iván—lo supe por el identificador en su camiseta—llegaron a un acuerdo: Iván pagaría los gastos de reparación y se encargaría personalmente de llamar a una grúa para llevarlo al taller.

No lo están preguntando, pero sí, Iván no parecía realmente contento con el desenlace del asunto.

El instituto al que asisto está en las afueras de Longmont. Lo escogí por ser sencillo y bastante acogedor. No me gusta estar rodeado de personas que se valoran por lo que tienen y por lo que hacen, sino por aquellas que son francas y sencillas con los demás y consigo mismas. Es que soy alérgico a la gente engreída. Y esto les puede sonar a pensamiento cliché de adolescente cliché protagonista de una novela cliché, pero bueno, no los tengo obligados leyendo esto, así que no se quejen tanto.

Estoy en el último año de secundaria. Mis compañeros de clase no son muy distintos a mí, muchos de clase media y unos cuantos de clase baja. Honestamente me valen tres mil hectáreas de una montaña de mierda el estrato social. No me importa realmente, todos son excelentes personas conmigo. No se comparan con esos idiotas de institutos privados que fanfarronean de llegar en autos lujosos y de llevar la ropa más cara sobre sus cuerpos. Son más bien de aquéllos a quienes no les importa si llevan la misma ropa dos o tres veces en la semana o si tienen que ir caminando por no tener dinero para pagar el pase de autobús. Muchos de ellos viajan en bicicleta, como lo hago yo, encontrándomelos en el camino y terminando de llegar juntos.

El Instituto Longmont Sunset, que es así como se llama, está pasando unas cuantas cuestas, rodeando un pequeño campo de girasoles. No es muy común ver un campo de girasoles en Longmont pero no imposible. La plantación es de propiedad privada, de un señor de apellido Hamilton, que les pidió a mis padres que le ayudaran para poder llevar a cabo su proyecto. Mis padres decidieron ayudarle modificando unos cuantos genes a la planta de girasol común para poder ser cultivada en el lugar; ahora el señor Hamilton es el orgulloso productor de semillas de girasol que provee a la ciudad para su comercio dentro de ella. Me encanta visitar al señor Hamilton, desde que nos mudamos a Longmont siempre fue buen vecino con nosotros. Fue una de las primeras y de las pocas personas que entabló amistad con nuestra familia desde que nos mudamos aquí en el 2006. Siempre nos está invitando a cenar o a pasear a algún lugar. Cada vez que lo visito me regala semillas de girasol saladas y las devoro con voracidad; son de mis favoritas.

En la primera intersección diviso a alguien; yace parada con una bicicleta de color verde pálido y mochila roja. Es Karla, una compañera de clases y mejor amiga. A Karla la conozco desde que tengo memoria, su familia se mudó un año antes a esta ciudad huyendo de problemas familiares por parte de su padre. El corto tiempo que estuve separado de ella mi vida se fue a pique, sentía que algo me faltaba, mis notas en la escuela bajaron drásticamente y mi conducta se volvió bastante inestable. Siempre he sabido que en algún momento de la vida las personas se separan por una razón u otra y terminan rencontrándose muchos años después en algún café o en la calle, pero jamás llevé ese pensamiento como una posibilidad ante Karla.

Debido a problemas que causé a algunas personas durante ese tiempo, mis padres decidieron llevarme a un psicólogo. Si mal no recuerdo era un anciano con barba de Santa Claus que siempre olía a tabaco y que algunas veces se dormía a media terapia. Me las ingeniaba la mayor parte del tiempo para despistarlo del tema original y llevarlo a situaciones confusas en donde no sabía qué más preguntarme. El psicólogo concluyó que me afectaba la vida tan acelerada que llevaba en la ciudad de Nueva York y recomendó a mis padres que sería bueno vivir en un lugar más calmado y fue así como llegamos a Longmont. Aunque en un principio nos mudaríamos a España, convencí a mis padres de mudarnos simplemente de estado. ¡Viva la sugestión!

Sasha: Diario de un chico adolescente. (Vol. I)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora