32. Diciembre 04, 2015.

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Diciembre 04, 2015.

Tarde. Pensé que nos alcanzarían y nos comerían. Todavía me late el corazón, desbordado, lleno de temor. Nunca me gustó verlos, y verlos tan de cerca no ha sido nada agradable. No por la muerte inminente, tan próxima con ojos llenos de cataratas y mal aliento, sino porque... Joder, se ven más seres humanos de lo que creía. ¿Será esta una nueva camada? ¿Por eso sonaban diferente? ¿Queda gente sana en el mundo? Bueno, y digo «el mundo», pero en verdad, ¿hasta dónde habrá llegado todo esto? Ni Coen lo sabe.

Uno que otro mostraba signos de descomposición avanzada. Pero también vi un par, un par prácticamente sano. Claro que a uno le faltaba medio muslo y andaba casi desnudo, y al otro un brazo entero. Pero sus rostros. El dolor... Como una agonía congelada en sus expresiones faciales. Desaparecería a medida fueran descomponiéndose, claro, pero a mí la impresión me quedaría. De haberlos encontrado de noche los habría tomado como seres humanos aún con sus piezas faltantes. Esto fue lo peor. Cuando tus miedos son cada vez más humanos sabes que ya no hay escapatoria y estás condenado.

Todo por un baño. La antesala a la despedida. Hicimos silencio, como de costumbre, o más bien, ya es esa nuestra naturaleza; ya no sabemos lo que es gritar, saltar, tirar cosas, cometer errores. Nos desvestimos de prisa pero con el mismo sigilo, e igual de ceremoniosamente iniciamos nuestro baño. ¿Pero acaso no eran nuestros últimos momentos juntos? No teníamos que ser tan rígidos en nuestro comportamiento, un poco de libertad y diversión, aunque podían llegar a ser fatales, eran necesarias. Jugueteamos un poco, con un ánimo moderado, comedidos en nuestro toqueteo, incluso nuestros ojos miraban con reserva, atentos siempre a lo que nos rodeaba. Disfrutamos a media, nos tocamos a medias, sin llegar a nada, y nos reímos, con los labios contra la piel del otro para ahogar las carcajadas. Entonces, todo se vino abajo. Por suerte nos percatamos de todo después de divertirnos, lo que impidió que la velada fuera un total desastre. El ataque, sin embargo, nos descolocó, porque, después de todo, habíamos llegado a la casa del sargento sin contratiempo. No escuchamos nada, y el olor era muy débil (ahora comprendo por qué). Sin darnos demasiado tiempo, notamos que de alguna manera habían adoptado nuestra moderación. Llegaron tan cerca que, a diferencia de la vez anterior, no pudimos darnos el lujo de retirarnos silenciosamente.

Nos vestimos rápidamente, Coen me vio y se señaló el reloj. Yo asentí, con todo el miedo del mundo destrozándome la nuca, y a su señal, me eché a correr. Fueron las tres calles más extensas, agotadoras y tenebrosas de toda mi vida. Y ahora me cargo un dolor de cuello de espanto. Pero es mejor este dolor que andar con medio cerebro de fuera, así que quejas no escucharán de mi parte.

Todavía pesan en mí todas esas sensaciones. Sentí el caliente pavimento en la planta de los zapatos. El golpeteo del peso de mi vida sobre el asfalto. Contaba en mi interior: uno, dos, uno, dos, por lo que más quieras, no te vayas a cansar ahora, Josephine Jones. Detrás de nosotros, los mugidos. ¿Cómo no estaban tan podridos por eso eran más rápidos? Desde mi ventana siempre me parecieron lentos. Aunque claro, desde mi ventana estaba segura y aburrida y todo me parecía lento, lejano sobre todo. Desde mi ventana siempre me había prometido que no cometería la imprudencia de bajar a saludar. Qué tiempos aquellos. Pocos días habían transcurridos y yo seguía confiando en mis padres. Y los podridos estaban en verdad podridos, y sabía que no eran humanos, que simplemente lo fueron. Los de ahora... ¿cómo convencerme?

Han cambiado, dijo Coen. Él los conocía mejor que yo y no puse sus palabras en duda. ¿De qué otra manera podría explicar el que se hayan acercado tanto sin darnos cuenta, de que parezcan tan humanos en su monstruosidad, los que los hace todavía más aterradores?

El diario de Josephine JonesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora