36. Diciembre 12, 2015.

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A pesar de todo lo que nos rodea, dormimos con más calma. Es más, parece que ya no somos capaces de hacer otra cosa, y por eso me he saltado tantos días en el diario.

Dormimos bastante juntos, casi rozándonos los labios, esperando que el llanto cese y el hedor se disuelva con el cambio de brisa. Cosa que no va a pasar por mucho que queramos creerlo. Me sabe un poco mal la obligada estadía de Coen, pero cada vez que se asoma por la ventana lo detectan. Pueden estar haciendo lo que se supone que los zombis hacen cuando no están comiendo, pero sólo basta que uno se acerque a la ventana para que todos ellos dirijan sus miradas llenas de cataratas, sangre y mugre hacía nosotros, como si sus sentidos hubieran cambiado y ya fueran capaces de reconocernos no tan sólo por el sonido y por movimientos bruscos. (Sí, deliberadamente omito hablar de esos que no están tan podridos, es lo mejor para mi estabilidad mental).

—¿Nos huelen ahora? —preguntó Coen en una ocasión, aunque más para sí mismo que para mí—. ¿Tendrán algo especial en los ojos? ¿Es el calor?

Creo que nunca se ha sentido tan acorralado en su vida, y no lo culpo.

Lo peor es que no podemos estudiar su comportamiento porque cada vez que los observábamos por la ventana y nos notan, se acercan a la casa y comienzan a golpearse, a aventarse sobre las paredes. ¿Es que ahora ni sus huesos rotos se quedan rotos? ¿Qué será después: visión de rayos láser, aliento helado, uñas de adamantium?

—Ya no se descomponen con la velocidad de antes —comentó luego.

Todo esto lo descubrimos durante estos días, y en parte es otra de las razones por las que no he escrito en este diario. Honestamente, ya no creo que escribir sirva para algo, pero lo seguiré haciendo. Tal vez en el futuro suponga alguna diferencia. No sé. Quizá al menos sirva como ocio para alguien más. Eso ya es algo. Me tranquiliza. Nunca fue el payaso del salón de clases, pero puedo comenzar ahora.

En todo caso, la situación es demasiado extraña. Es esa humanidad que desprenden y que tanto me acosa. La detesto. Los detesto. Entre más humanos más me odio. Sí, a mí misma. Una rara forma de proyección, si me lo preguntan, pero real de todas maneras. Ni siquiera quiero hablar de ellos pero inconscientemente me invaden la cabeza (así como han invadido el mundo) y terminan devorándome los sesos de una manera irónicamente metafórica, ¡ja, ja, já! He quedado con la impresión de que poco les falta para hablar, y entonces, ¿en qué quedaremos? De alguna manera me las ingenio para terminar convenciéndome, porque algo por dentro casi grita advirtiéndome que solo es cuestión de tiempo antes de que comiencen a trepar por las paredes, lleguen hasta la ventana y de ahí hasta nosotros. Nos comerán con cuchillo y tenedor, con una servilleta colocada delicadamente sobre las piernas mientras hablan sobre la situación de oriente medio.

Me gustaría decir que estas tonterías son producto de mis pesadillas, pero, en primer lugar, no suelo soñar cuando duermo; y, en segundo, siempre pienso en estas cosas cuando tengo los ojos bien abiertos y el calor dentro de la habitación me ayuda a comprobar que afuera todavía brilla el sol.

Es descorazonador, en el peor de los casos, saber que tienes poco espacio para defenderte. Lo digo por Coen, quien hasta encontrarme se había dedicado a una vida errante y solitaria por cuestiones de seguridad. Aunque ya no reacciona como al inicio, encerrándose en sí mismo y guardándome algo que siempre me pareció rencor. En su lugar se acerca, me abraza, me besa, me dice que saldremos de esa, pero yo sé que no trata de convencerme a mí sino a sí mismo, y no me queda más que pensar que su miedo, a diferencia del mío, sí tiene fundamento, porque él ha estado entre ellos y yo solo los he visto de lejos.

Lo sé porque ahora siempre lleva su puñal en la mano. Me ha preguntado en dónde están los cuchillos de la casa y yo, algo temerosa, le he respondido que las armas de corto alcance no son las más oportunas, que no debería ni pensarlo. Recordaba que alguien había dicho durante una transmisión de emergencia que, aunque eran torpes, su fuerza física era considerable, y que una vez alcanzaban a morderte, no te soltaban, como un pitbull cruelmente entrenado para matar. Los arañazos que propinaban eran profundos, casi como navaja pero con un corte no tan limpio. La recomendación: evitar acercarse, y si era necesario defenderse, hacerlo con armas que dejaran un buen margen de distancia, al menos de un brazo y medio. Le dije esto pero no me hizo caso. Supongo que escuchar algo no cuenta como experiencia, y por lo mismo no ha de valer mucho. Y menos para él, que ha vivido todo desde mucho más de cerca.

El diario de Josephine JonesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora