En ese instante, Bianca entró en el aposento con un terror indecible reflejado en su aspecto y en
sus gestos.
—¡Oh, mi señor, mi señor! ¡Estamos perdidos! ¡Ha vuelto, ha vuelto!
—¿Qué es lo que ha vuelto? —exclamó Manfredo, atónito.
—¡Oh, la mano! ¡El gigante! ¡La mano! ¡Ayudadme! ¡Estoy fuera de mí a causa del terror! No
dormiré en el castillo esta noche. ¿Adónde iré? Que me manden mis cosas mañana... ¡Ojalá me
hubiera casado con Francesco! ¡Esto me ocurre por ambiciosa!
—¿Qué es lo que te ha aterrorizado así, joven? —preguntó el marqués—. Aquí estás a salvo; no te
alarmes.
—¡Oh! Vuestra señoría es admirablemente bueno, pero no me atrevo... No, os ruego que me
dejéis ir. Prefiero abandonar mis cosas aquí que pasar una hora más bajo este techo.
—Vete. Has perdido el sentido —dijo Manfredo—. No nos interrumpas, que estábamos tratando
asuntos importantes. Ya veis, señor mío, que esta doméstica padece ataques. Ven conmigo, Bianca.
—¡Oh, por todos los santos! No; he venido para advertir a vuestra alteza. ¿Por qué se me tenía que
aparecer a mí? Yo rezo mis oraciones mañana y noche. ¡Oh, si vuestra alteza hubiera creído a Diego!
La mano corresponde al mismo gigante cuyo pie vio él en la sala de la galería. El padre Jerónimo
nos ha dicho a menudo que la profecía iba a cumplirse un día de estos... Me dijo: «Bianca, ten
presentes mis palabras».
—Deliras —replicó Manfredo, rabioso—. Vete y reserva esas supercherías para asustar a tus
compañeros.
—¡Cómo, mi señor! ¿No creéis lo que he visto? Id vos mismo al pie de la escalera. Por mi vida
que lo he visto.
—¿Qué has visto? Dinos, hermosa joven, qué has visto —la invitó Federico.
—¿Puede vuestra señoría prestar oídos al delirio de una criada estúpida —terció Manfredo—, que
ha escuchado cuentos de aparecidos y se los cree?
—Eso es más que fantasía —corrigió el marqués—. Su terror es demasiado natural y la ha
impresionado hondamente para ser fruto de la imaginación. Dinos, hermosa doncella, lo que te ha
afectado de este modo.
—Sí; gracias, señoría. Creo que estoy muy pálida. Me sentiré mejor cuando me haya
recuperado... Me dirigía al aposento de mi señora Isabella por orden de su alteza...
—Déjate de detalles —la interrumpió Manfredo—, a menos que te los pida su señoría. Continúa,
pero sé breve.
—Es que vuestra alteza me atemoriza... Temo que mis cabellos... Estoy segura de que nunca en
mi vida... ¡Bueno! Como iba diciéndole a su señoría, me dirigía a la habitación de mi señora Isabella
por orden de su alteza: se halla en el aposento azul celeste, a mano derecha, después de un par de
peldaños. Cuando llegué a la escalera principal, mientras miraba el regalo de vuestra alteza...
—¡Que Dios me dé paciencia! —exclamó Manfredo—. ¿Irá de una vez al grano esta doméstica?
¿Qué le importa al marqués que te obsequiara con una fruslería como recompensa por tu fiel
dedicación a mi hija? Queremos saber lo que viste.
—Iba a decírselo a vuestra alteza, si me lo permitís. Bueno, pues yo iba frotando el anillo, y estoy
segura de no haber subido tres peldaños cuando oí el chirrido de una armadura; un ruido horroroso,
a fe mía, como Diego dice haber oído cuando el gigante se volvió hacia él en la sala de la galería.
—¿Qué está diciendo, mi señor? —preguntó el marqués—. ¿Está vuestro castillo encantado con
gigantes y espectros?
—¿Cómo, señor? —dijo Bianca—. ¿No ha oído vuestra señoría la historia del gigante de la sala
de la galería? Me sorprende que su alteza no os la haya contado. Acaso no sepáis que hay una
profecía...
—¡Estas necedades son intolerables! —la atajó Manfredo—. Despidamos a esta criada tonta, señor
mío: tenemos importantes asuntos que discutir.
—Si me lo permitís —objetó Federico—, no son necedades. El enorme sable que me fue dado
hallar en el bosque y vuestro yelmo, su compañero, ¿son fruto de las visiones de una pobre doncella?
—Eso piensa Jaquez, con el permiso de vuestra señoría —corroboró Bianca—. Afirma que no
concluirá esta luna sin que veamos algún suceso extraordinario. Por lo que a mí respecta, no me
extrañaría que ocurriera mañana mismo. Pues como iba diciendo, cuando oí el chirrido de la
armadura, me entró un sudor frío... Miré hacia arriba y, créame vuestra señoría, vi en lo más alto de
la barandilla de la escalera principal una mano de armadura tan grande, tan grande... Creí
desmayarme... No me detuve hasta llegar aquí... ¡Ojalá estuviera fuera de este castillo! Mi señora
Matilda me dijo ayer mismo por la mañana que su alteza Hippolita sabe algo...