Parte 6 Capitulo Uno

153 13 0
                                    


-Querido padre, soy yo, vuestra hija.

Manfredo se apresuró a retroceder y gritó:

-¡Vete, yo no quiero una hija!

Y volviéndose bruscamente, dio un portazo ante la aterrorizada Matilda.

Estaba demasiado acostumbrada a la impetuosidad de su padre como para atreverse a una segunda intrusión. Cuando se hubo recuperado un poco del efecto de tan amargo recibimiento, se secó las lágrimas, a fin de evitar que su visión infiriese una puñalada adicional a Hippolita. La cual le preguntó en los términos más ansiosos sobre la salud de Manfredo, y sobre cómo soportaba la pérdida. Matilda le aseguró que estaba bien y que sobrellevaba su infortunio con viril fortaleza.

-Pero ¿no me dejará verlo? -preguntó Hippolita tristemente-. ¿No me permitirá mezclar mis lágrimas con las suyas y que las penas de una madre se derramen sobre el pecho de su señor? ¿O me engañas, Matilda? Sé cuánto amaba Manfredo a su hijo: ¿no será el golpe demasiado fuerte para él? ¿No le ha hundido? No me respondes. ¡Ah, me temo lo peor! Levantadme, mis doncellas: quiero, quiero ver a mi señor. Llevadme junto a él al instante, pues me es más querido que mis propios hijos.

Matilda hizo señas a Isabella para evitar que Hippolita se levantara, y ambas mujeres adorables empleaban su suave violencia para detener y calmar a la princesa, cuando llegó un sirviente de Manfredo y comunicó a Isabella que su señor quería hablar con ella.

-¡Conmigo! -exclamó Isabella.

-Ve -dijo Hippolita, alentada por el mensaje de su señor-. Manfredo no puede soportar la visión de su familia. Te cree menos afectada de lo que estás y teme la impresión de mi pena. Consuélalo, querida Isabella, y dile que contendré mi angustia antes que añadirla a la suya.

Había oscurecido. El criado que condujo a Isabella la precedía con una antorcha. Cuando llegaron al aposento de Manfredo, que paseaba impaciente por la galería, se apresuró a decir:

-Llévate esa luz y vete.

A continuación, cerró impetuosamente la puerta, se derrumbó en un banco junto a la pared e invitó a sentarse junto a él a Isabella, que obedeció temblando.

-He mandado a buscaros, señora... -empezó, pero se detuvo presa, al parecer, de gran confusión.

-¡Mi señor!

-Sí, he mandado a buscaros por un asunto de gran importancia -continuó-. Secaos las lágrimas, joven dama; habéis perdido a vuestro prometido por una cruel fatalidad, sí, ¡y yo he perdido las esperanzas en mi linaje! Pero Conrado no era digno de vuestra belleza.

-¡Cómo, mi señor! -replicó Isabella-. ¿Acaso sospecháis que estoy menos apenada de lo que debiera? Mi deber y mi afecto siempre hubieran...

-No penséis más en él -la interrumpió Manfredo-; era una criatura enfermiza y débil, y acaso el cielo lo ha arrebatado para que yo no confiara los honores de mi casa a tan frágil cimiento. El linaje de Manfredo requiere numerosos apoyos. Mi estúpido afecto por ese muchacho cegó los ojos de mi prudencia, pero mejor así. Dentro de pocos años espero tener razones para regocijarme por la muerte de Conrado.

El asombro de Isabella fue indescriptible. Al principio creyó que el dolor había oscurecido el juicio de Manfredo. Pensó luego que aquel extraño discurso estaba destinado a tenderle una trampa: temía que Manfredo hubiera percibido su indiferencia hacia su hijo. Consecuente con esa idea replicó:

-Dios mio, señor, no dudéis de mi afecto. Llevaba el corazón en la mano. A Conrado le hubiese dedicado todos mis cuidados, y cualquiera que sea el hado que me aguarda, siempre seré fiel a su memoria y consideraré como mis padres a vuestra alteza y a la virtuosa Hippolita.

-¡Maldita Hippolita! -exclamó Manfredo-. Olvidaos de ella desde este momento, como yo lo hago. En pocas palabras, señora: habéis perdido a un esposo indigno de vuestros encantos, que ahora estarán mejor servidos. En lugar de un muchacho enfermizo, tendréis un marido en la flor de su edad, que sabrá valorar vuestra belleza y que puede esperar una prole numerosa.

-Ah, mi señor, mi mente está demasiado apesadumbrada por la reciente catástrofe sobrevenida a vuestra familia, como para pensar en otro matrimonio. Si mi padre regresa y a él le place, obedeceré, como hice cuando consentí entregar mi mano a vuestro hijo; pero hasta ese regreso permitidme permanecer bajo vuestro hospitalario techo y dedicar las melancólicas horas a aliviar la aflicción de vos, de Hippolita y de la hermosa Matilda.

-Hace un momento -dijo Manfredo en tono airado- os pedí que no nombrarais a esa mujer. De ahora en adelante debe ser una extraña para vos, como lo será para mí.


El Castillo De OtrantoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora