—¡Eres una insolente! —gritó Manfredo—. Señor marqués, sospecho que esta escena ha sido
preparada para afrontarme. ¿Alguien ha sobornado a mis criados para que esparzan historias
injuriosas para mi honor? Mantened vuestra reclamación con viril gallardía u olvidemos nuestras
diferencias, como os he propuesto, intercambiando en matrimonio a nuestras hijas. Pero creedme: no
es digno de un príncipe de vuestro rango recurrir a criados venales.
—Rechazo vuestras imputaciones —protestó Federico—. Es la primera vez que veo a esta
damisela, ¡y no soy yo quien le ha dado una joya! Señor mío, señor mío, vuestra conciencia, vuestra
culpa os acusa, y pretendéis arrojar la sospecha sobre mí. Pues guardaos a vuestra hija y no penséis
más en Isabella: los maleficios que han recaído sobre vuestra casa me impiden entroncar con ella.
Manfredo, alarmado por el tono resuelto en que Federico pronunció estas palabras, se esforzó en
apaciguarlo. Despidió a Bianca, hizo tales promesas al marqués y encomió con tanta habilidad a
Matilda que Federico fue persuadido una vez más. Sin embargo, su pasión era muy reciente, y no
podía vencer sin más los escrúpulos que había concebido. Había captado lo suficiente de las palabras
de Bianca como para convencerse de que el cielo estaba en contra de Manfredo.
Los matrimonios propuestos también le inducían a posponer sus planes. El principado de Otranto
era demasiado tentador para dejarlo depender de la hipotética herencia de Matilda. Pero aún se
resistía a volverse atrás de su compromiso y, decidido a ganar tiempo, preguntó a Manfredo si era
verdad que Hippolita consentía en el divorcio. El príncipe, satisfecho por creer que ése era el único
obstáculo, y sabiendo la influencia que ejercía sobre su esposa, dio toda clase de seguridades al
marqués. Mientras discutían, se les informó de que el banquete estaba dispuesto. Manfredo acompañó
a Federico al gran salón, donde fueron recibidos por Hippolita y las jóvenes princesas. Manfredo
colocó al marqués junto a Matilda, y él se sentó entre su esposa e Isabella. Hippolita se comportó con
tranquila dignidad, pero las jóvenes permanecieron silenciosas y melancólicas. Manfredo, decidido a
continuar tratando de su asunto con el marqués durante el resto de la velada, prolongó el festín hasta
hora muy tardía.
Fingía una alegría sin límites, y ofrecía un cubilete de vino tras otro a Federico.
Éste, más en guardia de lo que Manfredo hubiese querido, declinó sus frecuentes invitaciones,
pretextando su reciente pérdida de sangre. Mientras, el príncipe, para elevar su propio espíritu
turbado y aparentando despreocupación, bebió en abundancia, aunque no hasta el punto de ofuscar
sus sentidos.
Estaba muy avanzada la noche cuando concluyó el banquete. Manfredo quiso retirarse en
compañía de Federico, pero éste pretextó debilidad y necesidad de reposo, y se dirigió a su aposento.
Le dijo galantemente al príncipe que su hija entretendría a su alteza hasta que él mismo pudiera
atenderlo.
Manfredo aceptó y, no sin gran contrariedad de Isabella, la acompañó a su habitación. Matilda se
unió a su madre para gozar del frescor nocturno en las murallas del castillo.
En cuanto los concurrentes se hubieron dispersado en distintas direcciones, Federico,
abandonando su cámara, preguntó si Hippolita estaba sola. Uno de los criados le informó que no le
constaba que se hubiera retirado y que, por lo general, a aquella hora se recogía en su oratorio,
donde probablemente podría encontrarla.
Durante la cena, el marqués había mirado a Matilda con creciente pasión, y ahora deseaba hallar a
Hippolita en la disposición de ánimo que su señor le había prometido. Los portentos que lo
alarmaron los había olvidado, desplazados por sus deseos. Se deslizó con cautela y sin ser visto al
aposento de Hippolita, y penetró en él con la decisión de animarla para que accediera al divorcio,
puesto que estaba claro que Manfredo ponía como condición inexcusable de la entrega de Matilda su
propia unión con Isabella.
Al marqués no le sorprendió el silencio que reinaba en los aposentos de la princesa. Dedujo que
se hallaría en el oratorio, como le habían dicho, y se internó en la estancia. La puerta estaba
entornada y reinaba la oscuridad. Abriendo suavemente la puerta, vio a una persona arrodillada ante
el altar, pero cuando se aproximó no le pareció una mujer, sino alguien con un largo hábito de lana,
de espaldas a él. Esa persona parecía absorta en la oración. El marqués estaba a punto de volverse,
cuando la figura se alzó y permaneció unos momentos recogida en meditación, sin mirarle. El
marqués, aguardando que aquella persona se adelantara, y excusándose por su improcedente
intromisión, dijo:
—Reverendo padre, busco a la señora Hippolita.
—¡Hippolita! —repitió una voz hueca—. ¿Has venido a este castillo en busca de Hippolita?
Entonces, la figura, dándose lentamente la vuelta, descubrió ante Federico las mandíbulas
descarnadas y las cuencas vacías de una calavera, envuelta en la capucha de un eremita.
—¡Ángeles del cielo, protegedme! —exclamó Federico, cayendo de rodillas y suplicando al
espectro que se apiadara de él.
—¿No me recuerdas? —preguntó la aparición—. ¡Acuérdate del bosque de Joppe!
—¿Eres tú el santo ermitaño? —inquirió Federico, temblando—. ¿Qué puedo hacer en favor de tu
descanso eterno?
—¿Fuiste liberado de la prisión para entregarte a los deleites carnales? ¿Has olvidado el sable
enterrado y el mandato celestial grabado en él?
—No, no los he olvidado. Pero dime, espíritu bendito, ¿qué quieres de mí? ¿Qué me queda por
hacer?
—¡Olvidarte de Matilda! —dijo la aparición, y se desvaneció.
A Federico se le heló la sangre en las venas. Durante unos minutos permaneció inmóvil. Luego se
prosternó ante el altar e imploró la intercesión de todos los santos para obtener el perdón. Un
torrente de lágrimas siguió a este arrebato, y la imagen de la hermosa Matilda surgió en su mente.
Así permaneció, postrado en el suelo, sumido en un conflicto entre la penitencia y la pasión.