Parte 18 Capitulo Dos

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-¡La causa! -le interrumpió Jerónimo-. ¿La causa fue un joven?

-¡Esto no se puede consentir! -gritó Manfredo-. ¿Me va a desafiar en mi propio palacio un monje insolente? Tú eres cómplice de sus amores, lo adivino.

-Rezaría para que el cielo aclarase vuestras poco caritativas conjeturas, si vuestra alteza no supiera, en conciencia, cuán injustamente me acusa. Ruego el perdón para semejante mezquindad, e imploro a vuestra alteza que deje en paz a la princesa en ese lugar sagrado, donde no corre el riesgo de verse perturbada por fantasías mundanas tan inanes como las palabras de amor de un hombre.

-Y yo os pido que traigáis a la princesa para que cumpla con su deber.

-El mío es evitar su regreso. Está donde los huérfanos y las doncellas se hallan más seguros frente a las perversidades y las vilezas de este mundo. Y nada salvo la autoridad de un padre la sacará de allí.

-¡Yo soy su padre! -gritó Manfredo-. Y la reclamo.

-Ella quería teneros por padre, pero el cielo, que ha impedido ese parentesco, ha disuelto para siempre los vínculos que os unían. Anuncio a vuestra alteza...

-¡Detente, hombre osado! ¡Y teme mi ira!

-Reverendo padre -intervino Hippolita-, a vuestro ministerio no convienen los respetos humanos: habéis de decir lo que el deber os imponga, pero el mío consiste en no oír nada que desagrade a mi señor. Me retiraré a mi oratorio y rezaré a la Santísima Virgen para que os inspire con sus santos consejos, y para que devuelva al corazón de mi gracioso señor la paz y la gentileza que le son habituales.

-¡Mujer excelente! -dijo el fraile-. Señor, estoy a vuestra disposición.

Acompañado por el fraile, Manfredo se dirigió a su aposento.

-Me percato, padre -dijo, cerrando la puerta-, de que Isabella os ha puesto al corriente de mi propósito. Ahora, escuchad mi resolución y obedeced. Razones de estado, las razones más urgentes, mi propia seguridad y la de mi pueblo, exigen que tenga un hijo. Resulta vano esperar un heredero de Hippolita. He escogido a Isabella. Debéis traerla de vuelta, y aún debéis hacer más. Me consta la influencia que ejercéis sobre Hippolita: su conciencia está en vuestras manos. Admito que es una mujer sin tacha: su alma es celestial y desdeña la mezquina grandeza de este mundo. Vos podríais retirarla de él. Convencedla para que consienta en la disolución de nuestro matrimonio y se retire a un monasterio. Puede fundar uno, si lo desea, y tendrá los medios para ser tan generosa con vuestra orden como ella o vos podáis desear. Así apartaréis las calamidades que penden sobre nuestras cabezas y contraeréis el mérito de salvar el principado de Otranto de la destrucción. Sois un hombre prudente, y aunque el ardor de mi temperamento me traicione con algunas expresiones impropias, honro vuestra virtud y deseo deberos la tranquilidad de mi vida y la conservación de mi familia.

-¡Hágase la voluntad del cielo! Yo no soy más que su indigno instrumento. Él se sirve de mi lengua para advertiros, príncipe, contra vuestros injustificables designios. Las ofensas a la virtuosa Hippolita claman al Altísimo. Os reprendo por vuestros propósitos adúlteros de repudiarla, y os conmino a que abandonéis vuestro incestuoso plan respecto a la que iba a ser vuestra hija. El cielo, que la ha librado de vuestra furia, cuando las pruebas a las que ha sido sometida tan recientemente vuestra casa deberían haberos inspirado otros pensamientos, continuará protegiéndola. Incluso yo, pobre e insignificante fraile, soy capaz de protegerla de vuestra violencia. Yo, un pecador a quien sin caridad alguna vuestra alteza ha acusado de ser cómplice de no sé qué amores, rechazo los halagos con los que os habéis complacido en tentar mi honradez. Amo mi orden, honro las almas devotas y respeto la piedad de vuestra princesa, pero no traicionaré la confianza que ha depositado en mí, ni serviré la causa de la religión con complacencias falaces y pecaminosas. ¡Desgraciado! ¡El bienestar del estado depende de que vuestra alteza tenga un hijo! El cielo se mofa de la cortedad de miras del hombre. Ayer no más, ¿qué casa era más grande y floreciente que la de Manfredo? ¿Dónde está ahora el joven Conrado? Señor, respeto vuestras lágrimas, pero no pienso impedirlas. ¡Dejadlas fluir, príncipe! Pesarán más ante el cielo para procurar bienestar a vuestros súbditos, que un matrimonio que, fundado en la lujuria o en la política, nunca podrá prosperar. El cetro, que ha pasado de la estirpe de Alfonso a vos, no puede ser protegido mediante una unión que la Iglesia nunca permitirá. Si es la voluntad del Altísimo que el nombre de Manfredo perezca, resignaos, mi señor, a sus decretos. Y mereceréis entonces una corona que jamás os quitarán. Venid, mi señor; me complace esa tristeza. Regresemos junto a la princesa: no está al tanto de vuestras crueles intenciones, y yo no tengo intención de alarmarla. Ya habéis visto con qué gentil paciencia, con qué esfuerzos amorosos escuchó y rechazó escuchar el alcance de vuestra culpa. Sé que desea abrazaron y aseguraros su inalterable afecto.


El Castillo De OtrantoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora