Manfredo condujo a los tres caballeros a una cámara interior, cerró la puerta e, invitándolos a
sentarse, empezó a hablar, dirigiéndose al personaje principal:
—Por lo que he entendido, señor caballero, habéis venido en nombre del marqués de Vicenza
para reclamar a la señora Isabella, su hija, que fue prometida ante la Santa iglesia a mi hijo, con el
consentimiento de sus custodios legales. Y para pedirme que renuncie a mis dominios en favor de
vuestro señor, que se considera el más próximo pariente del príncipe Alfonso, que en paz descanse.
Empezaré por la última de vuestras demandas. Debéis saber, y vuestro señor lo sabe, que heredé el
principado de Otranto de mi padre, don Manuel, quien a su vez lo recibió de su padre, don Ricardo.
Alfonso, el antepasado de vuestro señor, murió sin descendencia en Tierra Santa, y legó sus estados a
mi abuelo don Ricardo, en consideración a sus fieles servicios... —El forastero meneó la cabeza—.
Señor caballero —continuó Manfredo en tono apasionado—, Ricardo era un hombre valeroso, recto
y piadoso. Así lo atestigua la generosa fundación de la iglesia y los dos conventos anexos. Profesaba
especial devoción por san Nicolás. Mi abuelo era incapaz; digo, señor, que don Ricardo era
incapaz... Excusadme, pero vuestra interrupción me ha hecho perder el hilo... Venero la memoria de
mi abuelo... ¡Bien, señores! Él gobernó este estado con la fuerza de su buena espada y con el favor
de san Nicolás. Y otro tanto hizo mi padre y lo mismo haré yo, señores, pase lo que pase. Pero
Federico, vuestro señor, es más cercano por parentesco... He consentido en someter mi título a lo
que decida la espada... ¿Implica eso que ese título sea ilegítimo? Podía haber preguntado dónde está
Federico, vuestro señor. Se cuenta que murió en cautividad. Decís, y vuestras acciones lo confirman,
que vive. No lo discuto. Puedo, señores; puedo, pero no lo hago. Otros príncipes desafiarían a
Federico para que intentara tomar su herencia por la fuerza. No se jugarían su dignidad en un
combate singular, ¡no la someterían a la decisión de unos desconocidos mudos! Perdonadme,
gentileshombres, porque me he acalorado en exceso. Pero poneos en mi situación: puesto que sois
caballeros, ¿no encendería vuestra cólera que se pusiera en tela de juicio vuestro honor y el de
vuestros antepasados? Pero vayamos al otro asunto. Me reclamáis la entrega de la señora Isabella.
Señores, debo preguntaros si estáis autorizados a recibirla. —El caballero asintió—. ¡Bien, lo estáis!
Pero, gentil caballero, ¿puedo preguntaros si tenéis plenos poderes? —El caballero volvió a asentir
—. De acuerdo; ahora oíd lo que os ofrezco. ¡Tenéis ante vosotros, gentileshombres, al más
desdichado de los hombres! —Rompió a llorar—. Compadeceos de mí porque lo merezco. Sabed que
he perdido mi única esperanza, mi alegría, el sostén de mi casa: Conrado murió ayer por la mañana.