Parte 31 Capitulo Cuatro

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Con estos pensamientos, y decidida a abrir por entero su corazón a Matilda, acudió al aposento de

la princesa, a la que ya halló vestida y reclinada pensativamente.

Esta actitud casaba bien con lo que ella misma sentía, por lo que en Isabella se reavivaron las

sospechas, y quedó destruida la confianza que se había propuesto manifestar a su amiga. Se

ruborizaron al encontrarse, pues eran demasiado inexpertas para disimular con eficacia sus

sentimientos. Después de algunas preguntas y respuestas irrelevantes, Matilda preguntó a Isabella la

causa de su huida. La joven, que casi había olvidado la pasión de Manfredo, pues estaba intensamente

preocupada por sí misma, creyó que Matilda se refería a su última ausencia del convento, que había

dado lugar a los sucesos de la noche anterior.

—Martelli trajo noticias al convento de que vuestra madre había muerto.

—¡Oh! —dijo Matilda interrumpiéndola—. Bianca me ha explicado esa equivocación: al verme

desmayada, gritó: «¡La princesa ha muerto!». Y Martelli, que había venido al castillo a recibir la

limosna habitual...

—¿Y qué os hizo desmayar? —inquirió Isabella, indiferente a lo demás.

Matilda se ruborizó y balbució:

—Mi padre estaba juzgando a un criminal.

—¿Qué criminal? —preguntó Isabella ansiosamente.

—Creo... que ese joven.

—¿Quién, Teodoro?

—Sí. Yo nunca lo había visto antes e ignoro en qué había ofendido a mi padre, pero dado que se

puso a vuestro servicio, me satisface que mi señor le perdonara.

—¿A mi servicio? ¿Consideráis que me sirvió cuando hirió a mi padre y casi le ocasionó la

muerte? Aunque sólo desde ayer tengo la suerte de conocer a mi padre, espero que no me creáis tan

insensible al amor filial como para no lamentar la osadía de ese joven. Me resulta imposible

experimentar el menor afecto por quien se atrevió a levantar su brazo contra el autor de mis días. No,

Matilda, mi corazón le aborrece, y si vos conserváis hacia mí la amistad que me habéis profesado

desde la infancia, detestaréis a un hombre que ha estado a punto de hundirme para siempre en la

desdicha.

Matilda bajó la cabeza y respondió:

—Espero, mi querida Isabella, que no dudéis de la amistad de Matilda: nunca había visto a ese

joven hasta ayer, y es casi un extraño para mí, pero puesto que los cirujanos han manifestado que

vuestro padre se halla fuera de peligro, no debéis abrigar un resentimiento tan poco caritativo hacia

quien, me consta, ignoraba el parentesco entre el marqués y vos.

—Defendéis su causa con mucho patetismo, considerando que es un extraño para vos. O me

equivoco o corresponde a vuestros sentimientos caritativos.

—¿Qué queréis decir?

—Nada —respondió Isabella, arrepentida de haber dado a Matilda un indicio de la inclinación de

Teodoro hacia ella.

Entonces, cambiando de conversación, preguntó a Matilda por qué Manfredo había confundido a

Teodoro con un espectro.

—¡Dios mío! —dijo Matilda—. ¿No observasteis su extraordinario parecido con el retrato de

Alfonso que hay en la galería? Se lo dije a Bianca aun antes de haberlo visto con armadura, pero

tocado con ese yelmo es la viva imagen de esa pintura.

—No suelo fijarme en las pinturas, y mucho menos me he fijado en ese joven con tanta atención

como vos parecéis haberlo hecho. ¡Ah, Matilda, vuestro corazón está en peligro! Pero dejad que os

prevenga como amiga. Me ha confesado estar enamorado, pero no puede ser de vos, pues hasta ayer

no os conocisteis, ¿verdad?

—Así es. Pero ¿por qué, mi querida Isabella, deducís de lo que he dicho que...? —Hizo una pausa

y prosiguió—: Él os vio a vos primero, y lejos de mí la vanidad de creer que mis pocos encantos

pueden disuadir a un corazón entregado a vos. ¡Debéis ser feliz, Isabella, cualquiera que sea el

destino reservado a Matilda!

—¡Mi querida amiga! —dijo Isabella, cuyo corazón era demasiado honrado para resistir una

manifestación de bondad—. Es a vos a quien Teodoro admira. Lo vi. Estoy convencida. Nunca me

interpondría entre vos y él, ni siquiera para defender mi propia felicidad.

Esta franqueza hizo llorar a la gentil Matilda, y los celos, que por un momento habían creado

frialdad entre tan afables doncellas, no tardó en dar paso a la natural sinceridad y al candor de sus

almas. Cada una confesó a la otra la impresión que Teodoro le había causado, y tras esta confidencia

rivalizaron en generosidad, insistiendo cada cual en favorecer las aspiraciones de su amiga. Al final,

la virtuosa dignidad de Isabella le recordó la preferencia que Teodoro había manifestado casi con

toda claridad por su rival, por lo que decidió reprimir su pasión y ceder el amado objeto de ésta a su

amiga.


El Castillo De OtrantoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora