Aunque el desafío era injurioso, Manfredo consideró que no le convenía provocar al marqués.
Sabía que su reclamación estaba bien fundada, y no era la primera vez que la escuchaba. Los
antepasados de Federico habían llevado el título de príncipes de Otranto, pero su descendencia directa
se extinguió con la muerte de Alfonso el Bueno. Manfredo, su padre y su abuelo eran demasiado
poderosos para que la casa de Vicenza prevaleciera sobre ellos. Federico, un joven príncipe marcial
y amable, casó con una hermosa y joven dama de la que se había enamorado, la cual murió al
alumbrar a Isabella. Esa muerte afectó al príncipe hasta el punto de impulsarle a tomar la cruz y
trasladarse a Tierra Santa, donde resultó herido en un enfrentamiento con los infieles, cayó
prisionero y fue dado por muerto. Cuando estas nuevas llegaron a oídos de Manfredo, sobornó a los
custodios de Isabella para que se la entregaran como esposa de su hijo Conrado: con esta alianza se
proponía unir los derechos de ambas casas. Al morir Conrado, fue aquel plan lo que le indujo tan
súbitamente a querer desposar él mismo a Isabella. Y por la misma razón decidió ahora esforzarse en
obtener el consentimiento de Federico para esa boda. También le inspiró la idea de invitar al
campeón de Federico a su castillo antes de que fuera informado de la huida de Isabella. Por eso
prohibió terminantemente a los criados mencionarla ante ningún miembro del séquito del caballero.
—Heraldo —dijo Manfredo tras estas reflexiones—, regresa junto a tu amo y dile que antes de
dirimir nuestras diferencias con la espada, Manfredo quisiera mantener una conversación con él. Dile
que será bienvenido a mi castillo donde, por mi fe de caballero, tendrá una cortés acogida, y plena
seguridad para él y su séquito. Si no podemos arreglar nuestras diferencias por medios amistosos,
juro que podrá partir con plena garantía. Entonces nos daremos satisfacción de acuerdo con la ley de
las armas. ¡Pongo por testigos de ello a Dios y a la Santísima Trinidad!
El heraldo hizo tres reverencias y se retiró.
Durante esta entrevista, la mente de Jerónimo estuvo agitada por mil pasiones encontradas. Temía
por la vida de su hijo, y su primera idea fue convencer a Isabella de que regresara al castillo. Pero no
menos alarmado se sentía al pensar en la unión de aquélla con Manfredo. Temía la ilimitada sumisión
de Hippolita a la voluntad de su señor, aunque no dudaba de poder invocar su piedad para que no
consintiera en el divorcio, si lograba acercarse a ella. Pero si Manfredo descubría que el obstáculo
provenía de él, podía resultar igualmente fatal para Teodoro. Estaba impaciente por saber de dónde
provenía el heraldo, que con tanta franqueza había impugnado el título de Manfredo, pero no se
atrevía a ausentarse del convento, pues Isabella podía huir, y esa fuga serle imputada a él. Regresó
desconsolado al monasterio, indeciso sobre qué hacer. Un monje con el que se encontró en el porche
y observó su expresión melancólica le preguntó: