Impaciente por resolver esta incógnita y por impedir que algo malograra sus deseos, Manfredo
acudió presuroso al convento, y llegó en el momento en que el fraile exhortaba gravemente a la
princesa a no consentir nunca en el divorcio.
—Señora —dijo Manfredo—, ¿qué asunto os trajo aquí? ¿Por qué no aguardasteis mi regreso
después de hablar con el marqués?
—He venido a implorar la bendición para vuestros acuerdos.
—Mis acuerdos no necesitan la intervención de un fraile, y de todos los seres vivientes ¿este viejo
traidor es el único con el que os complacéis en hablar?
—¡Príncipe profanador! —le increpó Jerónimo—. ¿Es el altar el lugar que habéis escogido para
insultar a sus servidores? Pero vuestros impíos designios, Manfredo, ya se conocen. El cielo y esta
virtuosa dama están enterados. No os encolericéis, príncipe. La Iglesia menosprecia vuestras
amenazas, y sus truenos ahogarán tu ira. Atreveos a persistir en vuestro malvado propósito de
divorciaros hasta que la sentencia se dé a conocer, y en este punto yo pronuncio anatema sobre
vuestra cabeza.
—¡Rebelde audaz! —exclamó Manfredo, esforzándose por ocultar el pavor que las palabras del
fraile le inspiraban—. ¿Osáis amenazar a vuestro legítimo príncipe?
—Vos no sois un príncipe legítimo; ni siquiera sois príncipe. Marchad, dirimid vuestra pretensión
con Federico, y cuando lo hayáis hecho...
—Ya está hecho. Federico acepta la mano de Matilda y se muestra de acuerdo en renunciar a su
aspiración a menos que yo no tenga descendencia masculina.
Cuando hubo hablado, tres gotas de sangre cayeron de la nariz de la estatua de Alfonso. Manfredo
palideció y la princesa cayó de rodillas.
—¡Mirad! —dijo el fraile—. ¡Observad este milagroso indicio de que la sangre de Alfonso nunca
se mezclará con la de Manfredo!
—Mi gracioso señor —intervino Hippolita—, sometámonos al cielo. No creáis que vuestra
siempre obediente esposa se rebela contra vuestra autoridad. No tengo otra voluntad que la de mi
señor y la de la Iglesia. Apelemos a este respetable tribunal. No depende de nosotros romper los
vínculos que nos unen. Si la Iglesia aprueba la disolución de nuestro matrimonio, sea. Me quedan
pocos y tristes años de vida. ¿Dónde pueden transcurrir mejor que al pie de este altar, rezando por
vos y porque Matilda se vea libre de todo mal?
—Pero no os quedaréis aquí hasta entonces. Regresad conmigo al castillo, y allí tomaré las
medidas adecuadas para un divorcio. Que este fraile entrometido no aparezca por allí, porque mi
hospitalario techo nunca más albergará a un traidor. Y a tu vástago lo destierro para siempre de mis
dominios. Él, que yo sepa, no está consagrado ni se halla bajo la protección de la Iglesia. El hombre
que se case con Isabella no será el hijo advenedizo del padre Falconara.
—Advenedizos —replicó el fraile— los que se apoderan del trono de un príncipe legítimo. Pero
se agostan como la hierba y de ellos no queda rastro.
Manfredo, lanzando una mirada de soslayo al fraile, se llevó consigo a Hippolita, pero en la
puerta de la iglesia susurró a uno de sus criados que permaneciera oculto en las proximidades del
convento, y le informara al instante si llegaba alguien procedente del castillo.