Parte 34 Capitulo Cuatro

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Impaciente por resolver esta incógnita y por impedir que algo malograra sus deseos, Manfredo

acudió presuroso al convento, y llegó en el momento en que el fraile exhortaba gravemente a la

princesa a no consentir nunca en el divorcio.

—Señora —dijo Manfredo—, ¿qué asunto os trajo aquí? ¿Por qué no aguardasteis mi regreso

después de hablar con el marqués?

—He venido a implorar la bendición para vuestros acuerdos.

—Mis acuerdos no necesitan la intervención de un fraile, y de todos los seres vivientes ¿este viejo

traidor es el único con el que os complacéis en hablar?

—¡Príncipe profanador! —le increpó Jerónimo—. ¿Es el altar el lugar que habéis escogido para

insultar a sus servidores? Pero vuestros impíos designios, Manfredo, ya se conocen. El cielo y esta

virtuosa dama están enterados. No os encolericéis, príncipe. La Iglesia menosprecia vuestras

amenazas, y sus truenos ahogarán tu ira. Atreveos a persistir en vuestro malvado propósito de

divorciaros hasta que la sentencia se dé a conocer, y en este punto yo pronuncio anatema sobre

vuestra cabeza.

—¡Rebelde audaz! —exclamó Manfredo, esforzándose por ocultar el pavor que las palabras del

fraile le inspiraban—. ¿Osáis amenazar a vuestro legítimo príncipe?

—Vos no sois un príncipe legítimo; ni siquiera sois príncipe. Marchad, dirimid vuestra pretensión

con Federico, y cuando lo hayáis hecho...

—Ya está hecho. Federico acepta la mano de Matilda y se muestra de acuerdo en renunciar a su

aspiración a menos que yo no tenga descendencia masculina.

Cuando hubo hablado, tres gotas de sangre cayeron de la nariz de la estatua de Alfonso. Manfredo

palideció y la princesa cayó de rodillas.

—¡Mirad! —dijo el fraile—. ¡Observad este milagroso indicio de que la sangre de Alfonso nunca

se mezclará con la de Manfredo!

—Mi gracioso señor —intervino Hippolita—, sometámonos al cielo. No creáis que vuestra

siempre obediente esposa se rebela contra vuestra autoridad. No tengo otra voluntad que la de mi

señor y la de la Iglesia. Apelemos a este respetable tribunal. No depende de nosotros romper los

vínculos que nos unen. Si la Iglesia aprueba la disolución de nuestro matrimonio, sea. Me quedan

pocos y tristes años de vida. ¿Dónde pueden transcurrir mejor que al pie de este altar, rezando por

vos y porque Matilda se vea libre de todo mal?

—Pero no os quedaréis aquí hasta entonces. Regresad conmigo al castillo, y allí tomaré las

medidas adecuadas para un divorcio. Que este fraile entrometido no aparezca por allí, porque mi

hospitalario techo nunca más albergará a un traidor. Y a tu vástago lo destierro para siempre de mis

dominios. Él, que yo sepa, no está consagrado ni se halla bajo la protección de la Iglesia. El hombre

que se case con Isabella no será el hijo advenedizo del padre Falconara.

—Advenedizos —replicó el fraile— los que se apoderan del trono de un príncipe legítimo. Pero

se agostan como la hierba y de ellos no queda rastro.

Manfredo, lanzando una mirada de soslayo al fraile, se llevó consigo a Hippolita, pero en la

puerta de la iglesia susurró a uno de sus criados que permaneciera oculto en las proximidades del

convento, y le informara al instante si llegaba alguien procedente del castillo.


El Castillo De OtrantoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora