Parte 17 Capitulo Dos

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-Tú todo lo arreglas con magia. Pero un hombre que tiene relación con espíritus infernales no se atreve a usar las tremendas y santas palabras que él ha pronunciado. ¿No has observado con qué fervor se comprometió a encomendarme al cielo en sus oraciones? Sí, sin duda Isabella fue convencida por su piedad.

-¡Me alabáis la piedad de un joven y una damisela que traman escaparse! No, no; mi señora Isabella no es la que creíais. Por supuesto que en vuestra compañía acostumbraba suspirar y alzar los ojos, porque sabe que sois una santa; pero en cuanto volvíais la espalda...

-Te equivocas respecto a ella. Isabella no es una hipócrita: tiene un adecuado sentido de la devoción, pero nunca fingió una vocación de la que carecía. Al contrario, siempre combatió mi inclinación al claustro, y aunque reconozco que su desaparición es para mí un misterio que me confunde, pues parece contradecir nuestra amistad, no puedo olvidar el desinteresado afecto con que siempre se opuso a que yo tomara el velo. Deseaba verme casada, aunque mi dote supondría una merma del patrimonio de los hijos que ella tuviera con mi hermano. Por consideración a ella prestaré crédito a este joven campesino.

-¿Creéis entonces que existe algún vínculo entre ellos?

Mientras Bianca hablaba, llegó corriendo al aposento un criado y anunció que la señora Isabella había sido hallada.

-¿Dónde? -preguntó Matilda

-Se ha acogido a sagrado en la iglesia de San Nicolás. El propio padre Jerónimo ha traído la noticia, y ahora está abajo, con su alteza.

-¿Dónde está mi madre?

-En su aposento, señora, y os llama.

Manfredo se levantó al romper el alba y se dirigió al aposento de Hippolita, para preguntarle por Isabella. Mientras la interrogaba, se anunció que Jerónimo solicitaba hablar con él. Manfredo, sin sospechar la razón de la presencia del fraile, y sabiendo que Hippolita lo empleaba para sus caridades, ordenó que pasara, con el propósito de dejarlos solos y continuar él su búsqueda de Isabella.

-¿Queréis verme a mí o a la princesa? -preguntó Manfredo.

-A ambos -respondió el santo varón-. La señora Isabella...

-¿Qué le ocurre? -se apresuró a interrumpirle Manfredo.

-... está junto al altar de San Nicolás.

-Pues no es asunto de Hippolita -decidió Manfredo, confuso-. Vamos a mi habitación, padre, e informadme de cómo llegó hasta allí.

-No, mi señor -replicó aquel hombre bueno con una firmeza y autoridad que impresionó incluso al decidido Manfredo, que no podía dejar de admirar las virtudes de Jerónimo, propias de un santo-. Mi encargo es para los dos y, con la venia de vuestra alteza, en presencia de ambos os lo comunicaré. Pero primero, mi señor, debo preguntar a la princesa si conoce la causa de que la señora Isabella abandonara vuestro castillo.

-A fe mía que no -respondió Hippolita-. ¿Acaso Isabella me atribuye complicidad?

-Padre -terció Manfredo-, con el debido respeto a vuestro sagrado ministerio, aquí el soberano soy yo, y no voy a permitir que un sacerdote entrometido se interfiera en los asuntos de mi casa. Si tenéis algo que decir, aguardadme en mi aposento. No tengo la costumbre de mantener a mi esposa al corriente de los asuntos secretos de mis estados. No son cosa de mujeres.

-Mi señor -dijo el santo varón-, no me inmiscuyo en los secretos de las familias. Mi función consiste en promover la paz, no en fomentar divisiones; en predicar el arrepentimiento y enseñar a los hombres a dominar sus tercas pasiones. Olvido la poco caritativa observación de vuestra alteza, pero sé cuál es mi deber, y soy el ministro de un príncipe más poderoso que Manfredo. Escuchad al que habla por mi boca.

Manfredo temblaba de rabia y vergüenza. La contención de Hippolita no ocultaba su pasmo y la impaciencia por saber en qué pararía todo aquello, y su silencio ponía de manifiesto su respeto hacia Manfredo.

-La señora Isabella -prosiguió Jerónimo- se encomienda a vuestras altezas, os agradece la amabilidad con que ha sido tratada en vuestro castillo, y deplora la pérdida de vuestro hijo y su desdicha por no convertirse en la hija de tan prudentes y nobles príncipes, a los que siempre respetará como padres. Reza sin cesar por la unión y felicidad entre ambos. -Manfredo mudó el color-. Pero como ya no le es posible continuar con vos, os pide vuestro consentimiento para permanecer en sagrado hasta que sepa noticias de su padre. En caso de que éste haya fallecido, reclama su libertad, con la aprobación de sus custodios, para optar por un matrimonio adecuado.

-No daré mi consentimiento -manifestó el príncipe-. Insisto en que regrese al castillo sin dilación. Soy responsable de su persona ante sus custodios, y no la pondré en otras manos que no sean las mías.

-Vuestra alteza comprenderá que eso ya no es lo conveniente -replicó el fraile.

-No admito lecciones -advirtió Manfredo enrojeciendo-. La conducta de Isabella da lugar a las más extrañas sospechas... Ese joven villano fue por lo menos el cómplice de su huida si no la causa de ella. 

El Castillo De OtrantoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora