Parte 8 Capitulo Uno

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La dama, cuya decisión había dado paso al terror en el momento en que abandonó a Manfredo, continuaba su huida hacia la parte baja de la escalera principal. Allí se detuvo, sin saber a dónde dirigir sus pasos, ni cómo escapar de la impetuosidad del príncipe. Sabía que las puertas del castillo estaban cerradas y que había guardias en el patio. Su corazón la impulsaba a acudir junto a Hippolita y advertirla del cruel destino que la aguardaba, pero no abrigaba duda alguna de que Manfredo iría allí en su busca, y de que su violencia le incitaría a duplicar la injuria que se proponía, dando rienda suelta a sus pasiones. El tiempo tal vez permitiera al príncipe reflexionar sobre los horribles propósitos que había concebido, o diera lugar a alguna circunstancia que favoreciese a la joven, si al menos por aquella noche pudiera eludir los odiosos propósitos de Manfredo. Pero ¡dónde ocultarse! ¡Cómo escapar a la persecución a que infaliblemente la sometería por todo el castillo! Mientras tales pensamientos cruzaban con rapidez por su mente, recordó un pasadizo subterráneo que conducía desde las bóvedas del castillo a la iglesia de San Nicolás. Podía alcanzar el altar antes de ser detenida, pues sabía que ni siquiera la violencia de Manfredo osaría profanar la santidad del lugar. Y si no se le ofrecía otro medio para liberarse, estaba decidida a encerrarse para siempre entre las vírgenes consagradas, cuyo convento se hallaba contiguo a la catedral. Con esta resolución, tomó una lámpara que ardía al pie de la escalera, y corrió hacia el pasadizo secreto.

La parte baja del castillo estaba recorrida por varios claustros intrincados, y no resultaba fácil para alguien tan ansioso dar con la puerta que se abría a la caverna. Un terrible silencio reinaba en aquellas regiones subterráneas, salvo, de vez en cuando, algunas corrientes de aire que golpeaban las puertas que ella había franqueado, y cuyos goznes, al rechinar, proyectaban su eco por aquel largo laberinto de oscuridad. Cada murmullo le producía un nuevo terror, pero aún temía más escuchar la voz airada de Manfredo urgiendo a sus criados a perseguirla. Avanzaba sin hacer ruido, en la medida que su impaciencia se lo permitía, aunque se detenía a menudo y aguzaba el oído para saber si la seguían. En uno de esos momentos pensó oír un suspiro. La sacudió un temblor y retrocedió unos pocos pasos. Creyó oír andar a alguien. Se le heló la sangre, pues dedujo que se trataba de Manfredo. Por su mente cruzaron todas las ideas que el horror sería capaz de inspirar. Se lamentó de su precipitada huida, que la exponía a la ira del príncipe en un lugar donde sus gritos no serían capaces de atraer a alguien en su ayuda. Pero el sonido no parecía proceder de atrás. Si Manfredo sabía donde estaba, debió haberla seguido. Aún se hallaba en uno de los claustros, y los pasos que oyó eran demasiado claros para provenir del lugar por donde ella había pasado. Alentada por esta reflexión, y esperando hallar a un amigo en cualquiera que no fuese el príncipe, se disponía a avanzar cuando una puerta que permanecía entornada a alguna distancia, hacia la izquierda, se abrió suavemente. Pero antes de que su

lámpara, que levantó, pudiera descubrir a quien había abierto aquella puerta, la persona en cuestión retrocedió precipitadamente al advertir la luz.

Isabella, a quien el mínimo incidente le producía desánimo, dudó si continuar. El temor que le inspiraba Manfredo sobrepasaba cualquier otro terror. La circunstancia misma de que una persona la eludiera le infundió cierta audacia. Pensó que sólo podía tratarse de algún criado del castillo. Por su gentileza, la joven nunca se había creado enemigos, y la convicción de su propia inocencia alimentaba su esperanza de que, a menos que obedecieran la orden del príncipe de buscarla, los criados antes la auxiliarían que impedirían su fuga. Animándose con estas reflexiones, y creyendo, por lo que podía observar, que estaba cerca de la entrada de la caverna subterránea, se aproximó a la puerta que había sido abierta, pero al llegar a ella una súbita ráfaga de viento la azotó y extinguió su lámpara, dejándola en total oscuridad.

Las palabras no pueden describir el horror de la situación de la princesa. Sola en tan deprimente lugar, impresos en su mente todos los terribles acontecimientos del día, sin esperanza de escapar, aguardando la llegada en cualquier momento de Manfredo y muy intranquila sabiendo que estaba al alcance de alguien, no sabía quién, que por alguna causa parecía ocultarse en las inmediaciones: todos estos pensamientos se agolpaban en su atribulado cerebro, y a punto estaba de verse abrumada por sus aprensiones. Se encomendó a todos los santos del cielo, y en su fuero interno imploró su amparo. Durante un lapso considerable permaneció en una agonía de desesperación. Por último, con la mayor cautela posible, buscó a tientas la puerta, y una vez la hubo encontrado penetró temblando en la bóveda desde la que le habían llegado los sonidos del suspiro y de los pasos. Le produjo una especie de alegría momentánea percibir un incierto y nebuloso rayo de luna procedente del techo de la bóveda, que parecía haberse desprendido y del cual pendía un fragmento de tierra o de obra de albañilería, que no podía distinguir bien y que parecía haber sido aplastado hacia el interior. Se apresuró a avanzar hacia esa grieta, cuando distinguió una forma humana de pie junto al muro.

Gritó, creyéndola el fantasma de su prometido Conrado. La figura avanzó y dijo con voz sumisa:

-No os alarméis, señora, que no os haré ningún mal.

Isabella, algo animada por estas palabras y por el tono de voz del extraño, y coligiendo que debía ser la persona que había abierto la puerta, recobró suficiente entereza como para replicar:

-Señor, quienquiera que seáis, tened piedad de una desdichada princesa al borde de la destrucción: ayudadme a escapar de este fatal castillo o, dentro de pocos momentos, pueden hundirme en la miseria para siempre.

-¿Y qué puedo hacer para ayudaros? Yo moriría por defenderos, pero no estoy familiarizado con el castillo y quisiera...


El Castillo De OtrantoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora