Un criado entró en ese momento en la cámara y anunció a Manfredo que Jerónimo y algunos de
sus hermanos de claustro solicitaban verlo inmediatamente.
El príncipe, molesto por esta interrupción y temiendo que el fraile descubriera ante los forasteros
que Isabella se había acogido a sagrado, iba a prohibir la entrada de Jerónimo. Pero concluyó que
había llegado para comunicar el regreso de la princesa. Empezaba a excusarse ante los caballeros por
ausentarse unos momentos, cuando se vio sorprendido por la irrupción de los frailes. Les reprendió
airadamente y se dispuso a expulsarlos de la cámara, pero Jerónimo estaba demasiado agitado para
aceptar este rechazo. Informó en voz alta de la huida de Isabella, con protestas de su propia inocencia.
Manfredo, perturbado por la noticia, y no menos porque los forasteros se enteraran de ella, se limitó
a pronunciar frases incoherentes, ora haciendo reproches al fraile, ora excusándose ante los
caballeros; ansioso por saber qué había sido de Isabella y no menos temeroso de saberlo; impaciente
por salir en su persecución y contrariado por si ellos se unían a esa búsqueda. Decidió enviar a los
sirvientes, pero el caballero principal, rompiendo ya su silencio, recriminó a Manfredo en amargos
términos su proceder oscuro y ambiguo, y preguntó por qué Isabella se ausentó la primera vez del
castillo. Manfredo, dirigiendo una torva mirada a Jerónimo, que implicaba una orden de silencio,
pretendió que tras la muerte de Conrado él mismo la había enviado al santuario hasta decidir cómo
disponer de ella.
Jerónimo, que temblaba por la vida de su hijo, no se atrevió a contradecir semejante falsedad,
pero uno de sus hermanos, que no compartía su ansia, declaró con franqueza que la princesa se había
refugiado en su iglesia la noche anterior. En vano el príncipe se esforzó en ocultar esta revelación,
que le abrumaba de vergüenza y confusión. El jefe de los desconocidos, asombrado por las
contradicciones que oía, y persuadido de que Manfredo había ocultado a la princesa, pese a la
inquietud que manifestaba por su huida, corrió hacia la puerta diciendo:
—¡Príncipe traidor! Isabella será hallada.
Manfredo trató de detenerlo, pero los otros caballeros acudieron en ayuda de su compañero, éste
se deshizo del príncipe y salió a toda prisa al patio, llamando a sus criados. Manfredo, considerando
inútil disuadirle de su propósito, se ofreció a acompañarlo, y llamando a su vez al servicio, y
tomando a Jerónimo y a algunos frailes como guías, salieron del castillo. Manfredo dio órdenes
secretas de que se retuviera al séquito del caballero, pero a éste le dijo que despachaba a un
mensajero en busca de sus hombres.
Apenas el cortejo hubo abandonado el castillo, Matilda, hondamente interesada por el joven
campesino, al parecer condenado a muerte en el salón, se dedicó a idear soluciones para salvarlo.
Una de sus doncellas le informó de que Manfredo había enviado a todos sus hombres por diversas
rutas en persecución de Isabella: en su precipitación dio esta orden con carácter general, olvidando de
eximir de ella a la guardia que asignó a Teodoro. El servicio, apresurándose a obedecer a su
impaciente príncipe, y urgido por su propia curiosidad y afán de novedades, se unió a la improvisada
persecución, de modo que todos los hombres abandonaron el castillo. Matilda despidió a sus
doncellas, subió a la torre negra y, retirando los cerrojos de la puerta, se presentó ante el atónito
Teodoro, a quien dijo:
—Joven, aunque el deber filial y la modestia que corresponde a una mujer son contrarios al paso
que estoy dando, la santa caridad, sobreponiéndose a las demás obligaciones, justifica este acto. Huid.
Las puertas de vuestra prisión están abiertas. Mi padre y sus criados se han ausentado, pero pueden
regresar pronto. ¡Poneos a salvo y que los ángeles dél cielo os guíen!
—¡Sin duda vos sois uno de esos ángeles! —replicó Teodoro, arrobado—. ¡Nadie salvo una santa
bendita podría hablar y actuar como vos y tener vuestro aspecto! ¿Puedo saber el nombre de mi
protectora? Creo que habéis nombrado a vuestro padre. ¿Será posible? ¿Puede la sangre de Manfredo
experimentar santa piedad? No me contestáis, hermosa señora. Pero ¿cómo estáis aquí? ¿Por qué
desdeñáis vuestra propia seguridad y dedicáis un solo pensamiento a un desdichado como Teodoro?
Huyamos juntos: la vida que me devolvéis la dedicaré a vuestra defensa.