El día del aniversario de la muerte de mi abuelo, lloré. Sí, lo admito. Lloré. Pero tenía justificación. Había escrito bastantes libros dedicados a él. A mi abuelo. El que había muerto un año atrás. No celebré fiesta ni nada por el estilo. Tampoco abrí a todas las personas que, después de un año, volvían a darme el pésame. Tras cerciorarme de que la última persona que, por el momento, había llamado a la puerta de mi casa, estaba ya lejos, salí a dar un paseo con la mayor discreción posible. Cada vez que me escapaba de mi casa para respirar un poco de aire, me adentraba en pleno bosque y me encaminaba a un lugar, del que pensaba, solo yo tenía referencias. Nadie lo sabía, puesto que el sonido no se escuchaba más allá de las palmeras que no se veían. En mi bosque había cascada. Pero nadie sabía eso, puesto que no teníamos ni río ni riachuelo que pasase por él. Pero yo un día la encontré. Huía, huía de mis padres, y escapaba de mi abuelo, que quería hacerme entrar en razón. Yo era lo suficiente pequeño como para no saber que, cuando corres (y más si te encuentras en pleno bosque), debes mirar hacia delante. Pero como iba con miedo a que me cogiesen, no me paré a pensar. Y me caí. Caí en un agujero que me llevó a la catarata. Días después, salí de mi casa, y en vez de dirigirme a la escuela, me encaminé hacia aquel agujero que se había convertido en la puerta a mi paraíso. Nunca se lo conté a mi abuelo. Cosa de la que, por el camino, ya fuera de mi ensoñación de cuando era pequeño, me arrepentí. Cuando me di cuenta de que alguien podía caerse por mi agujero y entrar en mi paraíso de nadie, lo tapé con un par de arbustos. Al llegar a Las Puertas (así llamado mi agujero), quité con cuidado los arbustos, y salté al interior cerrando en la caída el paso al agujero con ellos. Cuando caí, Jauja, una pantera negra, me acogió. Yo había encontrado a Jauja el quinto día después de llegar al paraíso. Por entonces, ella tenía un par de meses. Yo le di de comer y, literalmente, la crié. Siempre me daba miedo que en algún momento apareciese su madre o algún familiar suyo. Pero, con el tiempo, me di cuenta de que solo ella y yo conocíamos aquel lugar. Jauja me volvió a sacar de mis nuevas ensoñaciones con un gran lametazo en plena cara, a modo de beso de bienvenida. Hacía ya bastante tiempo que no me pasaba por allí. Me abracé al cuello de la pantera, y al levantarme dije:
- Bueno, Jauja, me apetece un baño en este mi paraíso de nadie.
Entonces caí en la cuenta de que no me había llevado bañador. Me dirigí a un frondoso arbusto donde guardaba siempre uno de repuesto para aquellas ocasiones. Al buscar y no encontrar nada, miré a Jauja que me había seguido y se encontraba tras de mí, y volví a mirar el seto. Entonces me acordé. La última vez que fui me lo había llevado y no lo había repuesto. Pero como tenía muchas ganas de bañarme, dije en voz alta:
- Bueno, aquí no viene nadie, y contigo no pasa nada, así que me baño sin bañador y punto. – dije a la vez que me quitaba la camiseta y desabrochaba el pantalón.
Terminé de deshacerme del pantalón y de la ropa interior y subí por una escalera improvisada que había fabricado yo para subir a lo alto de la cascada. Al llagar arriba, cogí la barca que siempre tenía allí y la arrojé hacia abajo. Acto seguido, salté yo y me zambullí en el agua. Saqué la cabeza y nadé hasta la barca, donde subí. Al montar, Jauja se lanzó al agua y llegó a la barca nadando, donde se colocó. Yo cogí un remo y nos encaminamos río abajo. Nunca habíamos descubierto los límites de aquel mi paraíso. Muchas veces me quedaba a dormir por allí, pero siempre me cansaba cuando recorría más de lo ya conocido, y volvía atrás. Entonces, Jauja se puso a gruñir por lo bajo, sacándome de esa manera y por segunda vez de mis ensoñaciones. Le pregunté qué era lo que pasaba, pero Jauja no me dejó terminar y acabó de gruñir, como si nunca hubiese pasado nada. Yo lo obvié, y seguí remando. Al poco, llegamos a una poza más grande que la anterior. Allí amarré la balsa, y Jauja se alejó. Yo no le eché mucha cuenta. Pero al subir a la cascada, mientras caía a la poza, escuché un grito femenino, y al abrir los ojos la vi. Era preciosa, y me miraba entre con miedo y gracia. Al mirarme a mí mismo, me di cuenta que estaba desnudo y en posición estrella. No la mejor del mundo, no. Cuando impacté en el agua, saqué la cabeza, me aparté el pelo castaño cobrizo de la frente y miré en dirección de la muchacha. Pero ya no se encontraba allí. Giré la cabeza en todas las direcciones, pero no la vi. Por un momento pensé que había sido una alucinación, llevaba demasiado tiempo solo. Pero fue el mismo grito que había escuchado poco antes, solo que en ese momento de terror, el que hizo que saliese del agua y corriese en su dirección. Cuando llegué, la chica de antes se encontraba acorralada por nada menos que por Jauja, que parecía estar muy dispuesta a saltarle al cuello. Entonces intervine yo. Cuando mi pantera se encontraba en al aire, me abalancé sobre ella cogiéndola por el cuello y el vientre, y la derribé. Los dos rodamos por el suelo hasta chocar con una gran palmera. Entonces, yo grité:
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