Acababan de dar las once en el reloj de la sala de espera del hospital, y Nerea bostezó.
- No entiendo por qué te has pasado toda la noche aquí. – le volví a decir.
- Pues porque Adrián no se iba a ir, y tampoco lo quería dejar solo. Pero no me ha dejado dormir. Me daba miedo que hiciese alguna tontería. Suerte la tuya, que has podido descansar.
No tienes ni idea, pensé. La miré. Estaba algo despeinada, no le quedaba nada del maquillaje del día anterior y las ojeras eran profundas.
- ¿Te voy a por un café?
- Muy cargado, por favor, lo necesito. Y trae otro para Adrián.
Me levanté y Adrián se despertó de golpe cuando pasé a su lado. Había pasado una noche horrorosa; según Nerea, cada vez que escuchaba pasos, se despertaba. Por lo que no lograba dormir más de cinco o diez minutos seguidos.
Me agaché y le acaricié la cabeza, y con suavidad le dije en un susurro:
- Lo siento, tío, soy yo. Anda, intenta descansar.
Me asintió sin fuerzas y volvió a caer en un sueño profundo.
Cuando estaba en la máquina de cafés, escuché un gritó. Sin importarme lo más mínimo las dos bebidas a medio rellenar, corrí hacia donde había dejado a Adrián y Nerea.
Al llegar, me sorprendió encontrarme lo que me encontré.
Adrián estaba en el suelo, llorando y sudando, y se había caído de las sillas en las que dormía. Nerea estaba arrodillada junto a él, hablándole bajito. Y, de espaldas a mí, estaba Eva mirando la escena desde las alturas... junto con otra persona. Un hombre.
No conseguía moverme, por lo que cuando llegó una enfermera y pasó a mi lado, me empujó y desperté del trance. La enfermera se agachó junto a Adrián y Nerea y estuvieron hablando los tres. Yo me acerqué con dificultad, y cuando Nerea me vio, palideció aún más de lo que ya había conseguido la hospitalización de Estela, la noche en vela y el susto de Adrián. Me miró y luego miró a Eva. Esta, al reparar en su mirada, se giró hacia mí. Cuando la vi de frente, con su vestido blanco, con el pelo suelto, mirándome a los ojos; creí que me desmoronaba. Pero aguanté, y, con algo de mi interior, conseguí decir mirando a un punto intermedio entre Nerea y Eva y su misterioso acompañante:
- Hola. ¿Qué ha pasado?
Nadie habló durante unos instantes. Luego, Nerea se atrevió a vocalizar algo.
- Adrián ha tenido una pesadilla. Solo ha sido eso. Un susto. Ya ha pasado.
La enfermera pidió llevar a Adrián para darle un tranquilizante y Nerea se ofreció a acompañarlo.
Cuando conseguí aparatar la mirada de Eva, fijé los ojos en su acompañante. Alto, moreno, con los ojos azul profundo. Mucho más guapo que yo, mucho más alto que yo, mucho mejor que yo.
- Ho... hola. – titubeé.
La expresión de Eva en aquel momento me descolocó, no tanto porque la tuviese, sino porque no la reconocía. Ahora, años después, reconozco que era pena. Le daba pena. Le daba pena a mi Eva. La Eva de mi Paraíso. Yo que había encontrado mi perdón en ella. En su sonrisa. En los bucles de su pelo y en el eco de su risa. En su vitalidad y en sus piernas. Y ahora le daba pena.
- Hola Hans.
No hubo nada más, ni su acompañante se presentó ni hizo intento de quedarse. Se giró hacia ella y le dijo algo en un susurro. Luego puso una mano en su cadera y le dio un cariñoso beso en la mejilla. Antes de irse, me miró, hizo un gesto con la cabeza y desapareció camino a la salida.
Nos quedamos los dos en silencio, sin decir nada, pensándolo todo.
- ¿Dónde has pasado la noche? – preguntamos a la vez.
En su rostro una mueca casi imperceptible de lo irónico de la situación.
- Esperándote.
- Con Nico.
Fue un golpe en el estómago y en mi seguridad.
- Estaba en el Paraíso. – fue lo único que se me ocurrió decir.
Y dicho eso, mis pies empezaron a moverse solos y me llevaron lejos de aquella sala de espera, lejos de la tentación que era mi Eva y lejos de la decepción que era haberme dado cuenta que estaba enamorado de ella.