Dios. Me sentía extremadamente feliz con Nerea abrazada a mi cintura. Me dirigía a enseñarle todo. Playa incluida. Vale que no teníamos, pero a cien kilómetros había una. Y yo moría por llegar.
Cuando estuvimos ya allí, aquella parecía una playa paradisíaca. Arena naranja – marrón... Agua cristalina... Aquello era genial. No había un solo alma. Estábamos detrás de un acantilado. El paraíso hecho playa. Cuando Nerea se quitó el casco, sus ojos brillaron de una forma que casi me asustó.
- Dios... Es... precioso... – susurró sobrecogida.
- ¿Te gusta?
- ¿¡Estás de broma!? ¡Me encanta!
Y tiró colina abajo, dando saltitos y riendo. La secundé en esto último y la seguí. Al llegar abajo, los dos juntos sobre la arena, nos faltaba aire. Ninguno hablaba.
- Tenemos un problema.
Mierda. Me erguí y ella se rió.
- Tranquilo... – se irguió. – Pero el problema es que ni tú ni yo tenemos bañador. Yo tenía en las maletas, pero no nos las hemos traído.
Solté una carcajada y la rodeé con un brazo los hombros.
- Nerea, esta playa es nudista.
Los ojos casi se le salen de sus órbitas. Como si le hubiese dicho que había matado a una persona. Me reí.
- Que sí, que es verdad. ¿Te apetece un bañito?
No me contestó, pero se levantó y empezó a desabrocharse las Converse, haciendo equilibrios para no caerse. Ante mi atenta y estupefacta mirada, se bajó los shorts y se quitó la camiseta, dejando ver un conjunto negro de lencería que le quedaba de escándalo. Me miró.
- ¿Qué haces aún así? No me digas que te has rajado.
No supe responder. Solo sé que me levanté, me quité los zapatos con los pies y que el reto de ropa desapareció hasta solo quedar con la ropa interior. Ella me cogió de la mano, que yo apreté, y nos dirigimos a la orilla. Allí nos pusimos uno frente al otro y nos miramos. Sus ojos brillaban. Me entraron ganas de besarla, en la mejilla, en la nariz, en los labios, en las orejas...; de abrazarla; de decirle que no. Que yo nunca me rajaría con nada si ella no quería...
- Oye, ¿nos vamos o no a bañar?
Me miraba y sonreía graciosa.
- Si tú quieres sí.
Me sonrió como el gato de Alicia en el País de las Maravillas.
- ¡¡¡Bien!!! - ¿Había comentado que me encantaba su entusiasmo?
Se llevó las manos a la espalda, y como por resorte, su sujetador calló al suelo. Acto seguido, fueron sus braguitas. Su perfecto cuerpo desnudo me dejó sin respiración. Dios... no sé cómo, la secundé y quedé sin ropa alguna frente a ella, que sonreía. Me cogió de la mano, pero yo la solté y la cogí a lo princesa. Empecé a correr hacia el agua mientras ella se reía. Al entrar en contacto con el agua helada del mar, lo dos gritamos.
- Ahhh!!! ¡¡¡Fría, fría!!!
Pero no la solté. Me adentré hasta que el agua me llegaba por la cintura, y con ella en peso para que aún no se mojase, paré. Allí, me miró y negó con la cabeza. Pero me dio igual. La solté. Cayó salpicándome, y pronto salió con los pelos en la cara (que me recordó por un instante a Eva) y tiritando. Me reí y se abalanzó sobre mí.
- ¡Te mato! ¡¡Está congelada!!
Pero yo la cogí y le empujé la cabeza al agua. Nos reímos los dos. Parecía que el hecho de estar desnudos haciéndonos ahogadillas no importaba. Paramos para coger aire y su cabeza reposó en mi pecho. Yo la abracé por la espalda y me estrujó. Le levanté la cabeza para que me mirara y le sonreí. Me devolvió el gesto y su cara se acercó a la mía. Hice lo mismo y nos fundimos en el beso que llevábamos esperando desde que nos conocíamos. Mis manos subieron de su espalda a sus mejillas, a las que me aferré con miedo. Ella posó sus manos alrededor de mi cuello. En ese momento ni ella ni yo pensamos en Eva. Solo nos juntamos, como si en eso consistiese vivir, e hicimos el amor en la orilla.
Dos horas después, nos levantamos de la siesta en la que habíamos caído después del episodio de la orilla. Miento, fue ella la que me zarandeó como si fuese un saco de patatas, y con una sonrisa me dijo que me levantase.
- Mmmm... – me pasé una mano por la cara y le sonreí - ¿Qué hora es?
- Las seis.
Estaba feliz, guapa. Su pelo estaba algo alborotado y tenía las mejillas sonrosadas.
- Nos vamos a tener que ir yendo para casa. Creo que vamos a tener que cenar todos juntos, y de esa no nos libramos.
Soltó una carcajada y me tendió la mano para que me levantase.
- Ayy... Tengo los huesos entumecidos. – dije y ella se rió.
- Exagerado... Anda, ponte la ropa. – sonreía sin parar.
Ella ya estaba vestida, y en dos minutos, yo también. Subimos a duras penas por una cuesta del acantilado y llegamos a la moto. Pasamos el viaje en silencio, con su cabeza apoyada en mi espalda. Pro un momento, quise quedarme así para la posteridad. Pero la realidad me pasó por delante y me di cuenta de que tendría que volver con Eva, que no estaría muy contenta. Tendríamos que disimular que no había pasado nada. Y yo, sinceramente, no estaba en condiciones para eso.