Hace años.
- Hola.
- Hola.
- ¿Está ocupada?
- No. Siéntate.
- Bien. Gracias.
Y me senté. Y ahí acabó la conversación. Y no solo porque en ese preciso instante tocase la campana y entrase por la puerta la primera profesora del día, de la semana, del mes, del próximo curso. Más que nada porque no teníamos mucho de lo que hablar. La profesora, una cincuentona llamada Esperanza, con apariencia amable y agradable, pasó lista.
- ¿Hans?
- Sí. Yo.
- ¿Nerea?
- Yo
Nerea. La primera vez que conocía a una persona con ese nombre.
- ¿Te llamas Hans?
- Sí.
- Es la primera vez que lo escucho. Me gusta. Es bonito.
Y ahí se acabó otra de las que serían nuestras interminables conversaciones. Me había sonreído. No me había desmayado ni nada por el estilo, pero tenía una sonrisa bonita. Había dicho que nunca había escuchado mi nombre, y aún así, le gustaba. Bueno..., que había una primera vez para todo. Al igual que yo tenía que llegar allí solo. Sin nadie. Por primera vez. Con la reciente muerte de mis padres acechándome. Aquello iba a ser duro.
- ¿Hans?
Mierda, me estaba hablando y ni me había dado cuenta.
- Sí, dime.
- Te preguntaba si querías pasar el recreo conmigo. – sonreía graciosa ante mi descolocación. Era preciosa...
- ¿Recreo?
Se rió.
- Sí. ¿No sabías que a las tres horas hay recreo?
- Sí. Sí que lo sabía, pero...
¿Tres horas? ¿Ya han pasado tres horas?
Volvió a reír. Me había enamorado su risa.
- Ya veo que al menos alguien se lo ha pasado bien.
- Yo... eh... bueno...
- Déjalo. – se rió. - ¿Quieres o no pasar el recreo conmigo?
Sonreía de una manera... Ais...
- Sí. Claro. Vamos.
Salimos de la clase y nos dirigimos por los pasillos al patio del instituto. A esas edades, las mentes más brillantes no se encontraban allí, así que el patio estaba dividido por líneas imaginarias por los de cuarto de la ESO. Las pistas de fútbol eran para ellos y para los de un curso menor. Los de segundo ocupaban todos los bancos y sitios en los que sentarse. Los de primero se desperdigaban por ahí. Solo la parte trasera del edificio no estaba ocupada, asombrosamente. Nos dirigimos hacia allí y nos sentamos con la espalda en la pared, uno al lado del otro, con vistas a la carretera, que separaba la valla del instituto. La miré y tenía las manos juntas, entrelazadas. Miraba la carretera a través de la valla que se encontraba a siete metros de la pared en la que estábamos apoyados.
- ¿No has traído desayuno?
Me miró.
- No.
- Toma. – le tendí una barrita de Kinder Bueno. Me sonrió.
- Muchas gracias. – y cogió un poquito.
Nos quedamos en silencio un tiempo. Yo la observaba detenidamente. Me gustaba su pelo. Su piel. Su nariz y su boca. Su sonrisa y sus labios. De repente, haciendo que pegase un bote, me miró, me sonrió, se pegó aún más a mí y me cogió de la mano.
Pasaron los meses y yo había dejado de intentar conseguir amigos. Con Nerea me bastaba. Habíamos quedado como solo amigos, ya que ella se quería mudar al curso siguiente. No queríamos una relación a distancia. Había quién pensaba que éramos novios porque realmente lo parecíamos. Hacíamos muchas de las cosas habituales de novios, y no nos importaba que hubiese público. Y, aunque queríamos que nuestro primer beso fuese el uno con el otro, nunca probé sus labios. Y se fue. Al principio nos mandábamos cartas, pero volvió a mudarse y me quedé sin su dirección. Ella dejó de escribirme pensando que yo lo haría. Y perdimos el contacto. Supongo que se enfadó porque no recibía carta alguna por mi parte. Nunca más la volví a ver. Hasta ahora.