Capítulo 4

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Vale, lo admito. Puede que no fuese un buen momento como para ponerse a escribir. Pero cuando te viene la inspiración, nunca es mal momento. Se fue y cerró la puerta. Le molestaba que me pusieses en ese momento a escribir. Se le notaba. Pero, relativamente, me daba igual. Quería escribir. Apuntarlo todo en un papel. En una hoja en blanco. Para que quedase para la posteridad. Empecé a escribir sin preocuparme por el enfado de Eva. No sé si me había o no equivocado al dejarla irse de esa manera. Esperaba que no llegase de comprar muy enfadada. Tampoco quería que la primera impresión que tuviesen sus amigos fuese de una pareja inestable. Sin evitarlo, estaba desconcentrado y había soltado el bolígrafo. Me levanté y me encaminé a la bañera.

- Una buena ducha me sentará bien. – dije en voz alta a la vez que me pasaba una mano por la cara.

Abrí la puerta del cuarto de baño y entré. Abrí el grifo de la bañera y me desnudé. Entré a la vez que un escalofrío me recorría la espalda a causa del agua fría. Siempre me había gustado el agua fría, incluso en invierno. Pero tenía ganas de probar algo nuevo, de cambiar. Al igual que por primera vez había tenido una pareja. Al igual que, por primera vez, había mantenido relaciones sexuales con una persona.

- Bufff!!!... – bufé.

Toqué y manipulé el regulador del agua hasta ponerla ardiendo. Tras eso, me metí debajo. Salí cuando noté que la piel se me caía a cachos, quemada. Cogí una toalla. La misma que le había puesto en los hombros a Eva cuando me dijo que... Dios. El supuesto bebé. Me había olvidado completamente de él. Uf! No sé qué haría si dentro de nueve meses estuviese cuidando a un recién nacido. En ese mismo momento escuché como la puerta principal se abría con fiereza. Intenté ponerme en posición de ataque por si era algún ladrón. Pero no me dio tiempo ni a respirar, cuando los pasos acelerados que escuchaba por el pasillo irrumpieron en el baño casi arrancando la puerta, que rebotó contra la pared. Era Eva. Entró y se arrojó a mi cuello llorando. Creo que pasó por alto el hecho de que yo estaba desnudo y de que ella se me había subido a horcajadas. Lloraba sobre mi hombro y me estrujaba con fuerza.

- ¿Qué pasa princesa? – intenté mirarla a la cara.

- Te quiero. – dijo riendo y llorando.

No la entendía. De verdad que no la entendía. Era todo un misterio por resolver.

- ¿De qué hablas cariño? – la despegué de mí.

Se reía y el rimel se le había corrido por las lágrimas, al parecer de alegría, que le surcaban el rostro.

- Hans, soy muy feliz. – dijo ya un poco más calmada – Hans...

Y se puso a llorar en silencio. La miré sin comprender.

- Hans, - me explicó. - ¡me ha bajado la regla! ¡No estoy embarazada! – me abrazó.

¿Y eso era bueno? No entendía a las mujeres. Y yo ahora, pues no sabía si alegrarme o no. De verdad. Es verdad que me dijo que no era seguro, pero yo imaginé que sí.

- ¿Y cómo te has dado cuenta? – observé.

- Al llegar al supermercado fui al servicio y, adivina. ¡Me había bajado! – gritó entusiasmada.

Debo admitir que me dolió bastante verla tan contenta por no haber tenido el bebé. Mientras me abrazaba, le pregunté:

- ¿Y la compra?

Se despegó de mí muy seria.

- Mierda. – susurró. – Vengo ahora.

Y salió tan rápido como había venido. Yo me quedé solo en el baño. Salí y me vestí con una camiseta azul marino y mis pantalones habituales (que, por si lo habíais pensado, sí, tenía más de uno y de dos iguales.) Me eché agua en el pelo y me lo peiné un poco con las manos, para luego, como de costumbre, alborotármelo casi ni sin darme cuenta. Me eché un poco de colonia que tenía desde hacía ya bastante tiempo, y me puse los zapatos. No tenía costumbre de arreglarme tanto. No desde la muerte de mi abuelo. Pero venían los amigos de mi novia y quería estar presentable. O más o menos. Me encaminé a la cocina y abrí la nevera. Cogí un brick de leche y llené un vaso hasta arriba. Me lo bebí de un solo trago y me volví a echar. Era una maldita costumbre que me daba por hacer cuando estaba nervioso. Entonces, para mi alivio, la puerta de la entrada se abrió.

- ¡Eva! Menos mal qu... – empecé a decir.

- ¡Da igual! – me interrumpió a gritos mientras tiraba la compra por encima de la encimera. - ¡Llegamos tarde!

Miré el reloj. Las 9:30. no llegábamos.

- Espero que no hayas comprado huevos. – dije mientras salíamos a toda prisa de mi casa.

- Tranquilo, no lo he hecho. – dijo sin mirarme.

Y empezó a correr a toda prisa hacia una moto que había apoyada a los pies de un árbol. Subió a ella y se puso un de los dos cascos que había.

- ¿No pensarás ir en moto, no? – le pregunté sin subir.

- Sí. Llegaremos antes. Sube – arrancó. – Adrián, Estela y Nerea vendrán en taxi. ¡Venga!

Cogí un casco y me lo puse. Fui a ponerme delante para conducirla, pero Eva me dejó hueco de tras y yo subí. Me agarré a su cintura y aceleró. Llegamos a la estación a las 9:58. bajamos de la moto y ella la aparcó. Cuando llegamos al andén, la punta de un tren asomaba por la curva. Yo me giré y esperé de espaldas. El corazón se me iba a salir y las mejillas me ardían. No sé si la colonia me había hecho efecto o no, pero lo iba a necesitar. Estaba sudando mucho. Escuché como el tren paraba y noté como Eva se acercaba a la puerta. Un ruido ensordecedor me dio a entender que las puertas se acababan de abrir.

- ¡Estela! ¡Adrián! ¡Nerea! – oí gritar a Eva.

Me armé de valor y me giré. Vi salir a Adrián que cargaba con las maletas de Estela, que corría al encuentro de Eva. Y entonces, salió Nerea, mirándome por primera vez.

- ¡Nerea!

- ¡Hans!

Un lugar bajo el sueloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora