Mientras Argentina buceaba en sus pensamientos el esposo, en el Souto, empleaba el tiempo en la misma actividad. Se llamaba Souto a la finca que el abuelo Seoane de Jaime había comprado a la familia Souto ochenta años antes, el más próximo a Andemil
Es más, reflexionaba tumbado sobre la hierba que se suponía debía estar segando. Después ya lo harían sus nietos por él. Oscurecía tardísimo y hasta el día siguiente al mediodía no llovería. Necesitaba descanso. Sus huesos viejos aullaban quejosos, descoyuntados y resabiados. Igual que había escuchado a los lobos la semana anterior, cuando atacaron a las vacas del vecino sin piedad, a sangre fría y sin vacilar. Además, la resequedad en la garganta le suplicaba un poco de líquido, vino mejor, para reponer energías. No había nada superior a un buen néctar de uvas para regenerar las fuerzas perdidas, en especial si se trataba del vino de la ribeira de los Seoane.
Ignoraba cuál de sus antepasados había tenido la clarividencia, el mágico don, el olfato superior, de hacerse con estas propiedades en el borde del Miño, en Sernande, pero fuera quien fuese había que sacarse el sombrero ante él. Todos los gallegos que venían de las Américas, como ese presumido Raúl Peña, pensaban que con dinero el asunto se finiquitaba y compraban las parcelas más accesibles sin meditarlo. ¡Ignorantes! Sólo él y los que de verdad escuchaban el lenguaje de la tierra, del río y de las vides, percibían por el aroma cuál terreno era el apropiado, aunque la primera clave radicaba en la cercanía con el Miño y el calor: cuanto más pegado al río, mejor. El sabor, el color y el aroma de las uvas era completamente distinto, ambrosía pura. ¿Qué significaba un poco de esfuerzo en comparación con semejante resultado? Valía la pena el sudor al transportar las uvas sobre los hombros, en los culeiros [1], hasta la parte alta. Después con chorizo, jamón, patatas y castañas, rociados con ese vino chantadino, superior a su rival Ribeiro, ya estaba todo listo.
¡Ignorantes! Se deslumbraban por el tamaño de las uvas de las terrazas de arriba, semejantes a cerezas, creyendo que tamaño y sabor iban de la mano. ¡Tontos! Él, Jaime Seoane, sabía por su padre, que a su vez lo había aprendido del abuelo y éste del bisabuelo y así hasta el tatara tatarabuelo que había comprado o se había hecho con las parcelas, que las mejores eran las pequeñitas de la orilla del Miño. Y aun cerca del río había que poseer ese dichoso olfato para conocer cuál terreno era el mejor de todos. Y él lo tenía: el olfato, las papilas y el tacto del mejor catador. Sólo él era capaz de apreciar las sutiles asperezas, finas texturas, ínfimos aromas y gamas de sabores al igual que los catadores del primer nivel, no en vano llevaba cincuenta años atiborrándose de vino. ¡Y decían que los grandes bebedores no eran buenos catavinos!
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El Camino de Santiago.
Historical FictionEl dieciséis de julio de mil novecientos treinta y seis, día en el que el cielo estalló, la gente se estremeció de pánico y la Meiga Maruxa hizo su fatal predicción, amaneció como uno más entre tantos de verano: azul nítido sin el más leve desaliño...