5- El bar de José Antonio.

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—¿Qué hace por aquí, Don Torcuato? —le preguntó Santiago Hernández al cura—

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—¿Qué hace por aquí, Don Torcuato? —le preguntó Santiago Hernández al cura—. ¿Nos vigila? ¡Me cago en Dios! Mire, esta taza sólo tiene café.

—¡Nada de frases anticristianas frente a mí! —exclamó el sacerdote, haciendo la señal de la cruz.

—Buen día, Don Torcuato, y perdone la rudeza de Santiago —dijo Don Rodrigo.

—Buen día —se tranquilizó el párroco—. ¡Que Dios esté con todos vosotros!

—Amén —manifestaron al unísono.

  Don Torcuato se extrañó: ¿qué tendrían en común estos dos? Un terrateniente y un falangista [*]. Sabía que el Santiago era falangista porque un par de meses antes había estado detenido en Lugo. Pero no entendía por qué se lo habían llevado si era un cristiano devoto. Devoto tal vez no fuese la palabra exacta, aunque quizá lo fuera mucho más que otros. Condescendiente, más precisamente. En algunas ocasiones no sabía si lo tomaba en serio o se burlaba de él, de su calidad de sacerdote. ¿Pero para qué burlarse de un cura? Sin embargo, había algo del Santiago que le repelía.

  Lo que sí le había llamado la atención era que abandonaba el uso del gallego. Don Rodrigo, no, nunca lo había utilizado, no era cosa de señoritos y él siempre lo había sido y lo seguía siendo. Aunque ya estaba madurito. Pasadito, incluso. No se les podía reprochar: esa lengua era un resabio bárbaro con el que debía batallar a diario para que lo entendieran ese atado de pecadores ignorantes.

—Siéntese con nosotros, Don Torcuato —expresó Don Rodrigo haciendo lugar y colocando una silla—. Venga, lo invitamos con un café. Ahí entra José Méndez, el guardia civil... ¡Ehhhhh, José, venga a sentarse usted también con nosotros!

—Querer quisiera pero no puedo, el trabajo... —se excusó.

—Venga, hombre, siéntese unos minutos —insistió Don Rodrigo.

—¿Y bien? ¿Cómo está todo? —le preguntó el terrateniente a Don Torcuato, cuando estuvieron instalados.

—¡Puf! —respondió el cura.

—¿Tan mal? —volvió a preguntar Don Rodrigo.

—Peor que mal —dijo el sacerdote—. ¿Cómo podría estar todo?

—Sí, es verdad —contestaron los otros.

—Caos, condenación e ira de Dios, mucho me temo — continuó.

—Pues tranquilo, padre —susurró Santiago, dándole una palmada en la espalda—. Pronto desaparecerá esta pesadilla roja.

—¿Sí?

—Y el vicio de la lucha de clases. Y el marxismo, la masonería, el judaísmo —continuó Santiago.

—¡Que Dios te bendiga, hijo mío! —exclamó Don Torcuato, mirando hacia el techo del establecimiento—. Porque vamos derecho a Sodoma y Gomorra.

El Camino de Santiago.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora