Para el que no resultaba bella la vida en esos instantes era para Miguel, el hijo de Jaime Seoane, cuyo miembro se le había trabado entre uno de los botones y su respectivo ojal del pantalón, en el apuro por acomodarse la ropa.
Y no era para menos. Había gozado de un furtivo encuentro con la María Hernández, ahí mismo, sobre la espesa hierba desde donde se contemplaba su casa, la bodega y a la Argentina trajinando por la huerta. Pero la culpa no era de él sino de la María: ella lo había alentado desde el principio.
¿Quién se resistía a su mirada provocativa? A la piel suave, perfumada a sudor limpio y tersa; a su pelo negro sedoso que le llegaba hasta la cintura, a sus ojazos marrones. Ningún hombre que se preciara de serlo dejaría pasar una provocación como ésta. Hacía una semana que habían intimado y, pese a su inocencia (de la cual daba fe), esta muchacha lo traía de cabeza, ya que conocía las técnicas de las amantes más experimentadas. Y en ésas se hallaba: tan impactado, tan atontado, que había terminado por olvidar lo que hacía y su pene había quedado dolorosamente atascado en el maldito pantalón. Peor aún: tal vez el apretón le provocara un machucón difícil de explicar a su mujer.
Su mujer: otra María. Las Marías abundaban en Galicia igual que esos bichitos negros, húmedos y alargados que aparecían debajo de las piedras cuando las levantaba una mano inoportuna. Ni se le pasaba por la mente que traicionara a su esposa. Ambas Marías ocupaban un espacio muy diferente, paralelo, de su existencia. Lo del nombre era una ventaja adicional. Evitaba que cometiera ofensivos errores que pudiesen alertar a la una o fastidiar a la otra. Su esposa significaba el cumplimiento del deber y su amante la pasión.
¿No tenía derecho todo cristiano a buscar la felicidad? Él creía que sí, aunque Don Torcuato seguro que no concordaría con su forma de entender este concepto. El que dijese que Miguel Seoane era un mentiroso que mirara a su padre: desde que tuvo uso de razón parecía un alma en pena. Una de esas almas que por las noches sobresaltaba a los parroquianos, con el ding dang desesperado del campanario de la iglesia. Campanario que llamaba a las ánimas del purgatorio para que concurriesen a la misa celebrada por el finado cura. A una de estas misas había asistido (involuntariamente) su tatarabuelo, según contaban los mayores con reverencia de generación en generación. Sucesos que habían tenido lugar una madrugada en la que su antepasado se había dormido en el Camposanto de Pereira, después de una abundante comilona en casa de los Fernández. La Meiga Maruxa había tenido que intervenir para que los finados dejaran a los Seoane en paz, pues habían seguido a su familiar hasta la aldea.
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El Camino de Santiago.
Historical FictionEl dieciséis de julio de mil novecientos treinta y seis, día en el que el cielo estalló, la gente se estremeció de pánico y la Meiga Maruxa hizo su fatal predicción, amaneció como uno más entre tantos de verano: azul nítido sin el más leve desaliño...