Andemil, Chantada, 1999.
Hi, Gracie!
Si estuve reflexiva en mis últimas cartas, esperá a leer ésta. Mucha sensiblería barata y psicología, no ya de cuarta o quinta, sino de décima. Si continúas, ¡adelante!, es tu problema. No vas a poder decir que no te lo advertí. Y en letras grandes, no como las diminutas que aparecen en los contratos. O en las cajas de cigarros o en esos cupones de las grandes superficies que te regalan premios.
Me encontré, primita. Triacastela, Barbadelo, Gonzar, Melide, O Pedrouzo, Santiago de Compostela.
Me da vergüenza reconocer que me transformé en una mujer dada al sentimentalismo. ¿Por qué no admitirlo? En una pelotuda. Ya no se me infectarían los pies, ni me torturarían las ampollas, ni debería dormir tirada y muerta de frío al aire libre o en los pintorescos albergues. Y me entristecía que el camino hubiese quedado en el pasado, a la par que me satisfacía el amor que me embargaba y me llenaba por completo al arribar a destino. Y no por un tema religioso sino mío, espiritual.
Es difícil plasmar las emociones sin utilizar metáforas y comparaciones extensas, como esas de diez hojas para describir una puesta de sol. Odio esas descripciones. Aunque te diré, si me guardás el secreto, que tengo varios de esos libros en mi mesa de luz: comprobé que surten mejor efecto que cualquier somnífero. ¡Son soporíferos! Como odio esto no me enrollaré con emociones y paisajes: lee cualquiera de los millones de obras acerca de El Camino de Santiago y haz de cuenta de que te lo dije yo. Porque todos coincidimos. No hay una palabra que defina lo que sientes al llegar allí después de tanto esfuerzo.
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El Camino de Santiago.
Historical FictionEl dieciséis de julio de mil novecientos treinta y seis, día en el que el cielo estalló, la gente se estremeció de pánico y la Meiga Maruxa hizo su fatal predicción, amaneció como uno más entre tantos de verano: azul nítido sin el más leve desaliño...