Y sí que la Meiga Maruxa tuvo razón. Ríos, mares, océanos de sangre roja, bajaron desde las montañas a los valles, corrieron por los bordes de las carreteras e inundaron las cañadas, los arroyos, los ríos. Litros de sangre fresca que huidos-indiferentes, guerrilleros-huidos, rebeldes-nacionales y rojos-milicianos se vieron obligados a beber en lugar de agua.
Toneladas de bombas explosivas, paquetes de granadas, metralla, se vertieron desde los cielos en una grisácea nube de muerte, sangre y destrucción, dejando sólo huesos carbonizados. Familias enteras fueron desgajadas por esa muerte, por esa ira, por ese odio encarnizado. Un odio que no se detenía ante ninguna contemplación: sacaba de cuajo la raíz, exterminaba de plano la semilla, inutilizaba toda cepa de humanidad, vida, concordia.
Sólo los lobos sonrieron esos años. Los únicos en los que no los azotaron las hambrunas del invierno. Sus estómagos llenos agradecían la barbarie. Estómagos llenos con esos cuerpos sin almas que desbordaban las rutas, para que todos pudieran contemplarlos. Las almas los habían abandonado durante las torturas. Llenos, también, con los trozos de carne humana sin dueño, que desfilaban por los campos de batalla, por las burdas trincheras, por los escenarios de las escaramuzas.
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El Camino de Santiago.
Historical FictionEl dieciséis de julio de mil novecientos treinta y seis, día en el que el cielo estalló, la gente se estremeció de pánico y la Meiga Maruxa hizo su fatal predicción, amaneció como uno más entre tantos de verano: azul nítido sin el más leve desaliño...