Mientras Don Rodrigo y Santiago conversaban en una de las mesas, en la barra el tabernero le susurró al guardia civil, señalándolos con la cabeza:
—Mírelos a esos dos allí en el fondo. ¿No le dan temblores en todo el cuerpo cuando se ríen así, de esa forma siniestra? Parecen dos hienas.
—Deberían darle temblores a los rojos y a los que hablan demasiado. Como usted, Don José Antonio. Mejor es saber mucho y hablar poco, que saber poco y hablar mucho. Hoy el Santiago le hizo a usted una advertencia —y lo miró de reojo.
—Es verdad, Don Pepe, entendí la indirecta enseguida... Mírelo ahí al Miguel, también. Sentado, solo, como un perro apaleado. ¡Parece tan desamparado! No se ve como un novio feliz. Seguro que casar no quisiera.
—El casamiento es saludable para la salud, Don José Antonio. Ayuda a no morir de pulmonía en la copa de un carballo.
—Don José, ¡qué risa! —exclamó lanzando una carcajada—. Se ve que al ver al Santiago usted espabiló. La rabia lo hiciera espabilar. Le gusta incordiar a todos, a usted incluido.
—Espabilar, espabilé, Don José Antonio. Pero gracias a las copas.
—En confianza le digo, Don Pepe, que a veces me siento el director de una orquesta. O de una obra de teatro. ¡Vaya si pasan comedias y dramas frente a mí! Y tragedias, las peores tragedias de Chantada. ¿Qué digo Chantada? De Galicia entera y también de España.
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El Camino de Santiago.
Historical FictionEl dieciséis de julio de mil novecientos treinta y seis, día en el que el cielo estalló, la gente se estremeció de pánico y la Meiga Maruxa hizo su fatal predicción, amaneció como uno más entre tantos de verano: azul nítido sin el más leve desaliño...