El domingo a las seis de la tarde el parque sur de la ciudad estaba casi vacío, a excepción de un equipo de baloncesto mixto de adolescentes que entrenaba en las canchas entre botes y gritos de entusiasmo.
Mientras caminábamos sobre la pista ovalada de gravilla nuestros pasos resonaban a un ritmo lento y cargado de pesadez. La parsimonia que nos envolvía era casi palpable.
A los alrededores se extendía un manto verde de césped que comenzaba a secarse, y sobre nosotros el cielo estaba tapiado por el follaje desteñido de los árboles. Podía respirarse el aroma del otoño acercándose, acompañado de ventiscas menos sofocadas y calientes. A la lejanía se escuchaba el murmuro de la ciudad, acrecentado por la hora y las múltiples actividades familiares en el centro.
Ana iba ataviada con un vestido estampado que entonaba con el color de su cabello. Se veía radiante, como todos los días. Sin embargo, la alegría que reflejaba en ese momento se debía al helado de chocolate que saboreaba con la lengua y los labios.
En nuestro andar, enganchó su brazo con el mío y se recargó en mi costado. Su perfume dulzón inundó mi fosas nasales, me encantaba la sutileza de éste, entre un aroma a vainilla y flores.
—¿Crees que se reconcilien? —Le dio un mordisco a su barquillo.
Cavilé la respuesta un segundo. —Sí, pero no será fácil. Catalina está convencida de que el amor es una basura.
—Creo que todos pensamos eso cuando nos rompen el corazón —comentó con un ápice de nostalgia.
—Supongo... —Me sentí avergonzado al recordar que fui el responsable de implantar ese pensamiento en la cabeza de Catalina después de la que experiencia que tuve con Lina.
Durante nuestra rápida instancia en la heladería le conté a Ana respecto a la ruptura de Catalina y Alberto, a lo que reaccionó con un gesto de dolor y profunda tristeza, argumentando que sintió envidia cuando los conoció durante el viaje al Lago Munik, pues se asemejaban a una pareja de cuentos. Dijo que la manera en que ellos se miraban a los ojos cuando estaban juntos la hacía suspirar, añorando encontrar a alguien que hiciera lo mismo con ella.
No le dije nada, pero pensé que quizás estaba buscando demasiado a una edad en la que la mayoría no deseaba una relación seria ni estable. Todas las anécdotas que había escuchado concluían en lágrimas y sufrimiento, pues al entrar a la universidad se descubría un nuevo mundo, donde las reglas de los padres desaparecían y el descontrol dominaba a los instintos. Así como la distancia influía en aquellas parejas que se separaban para seguir sus sueños en diferentes ciudades. Tal vez había vestigios de un amor que lograba superar esa etapa, pero la realidad es que los desconocía.
La sujeté de la mano para ayudarla a cruzar el tramo de maleza entre la pista y la zona de picnic. Caminó frente a mí el resto de pasos que nos separaban de una banca de piedra, y en ese corto lapso no pude dejar de mirarla. Llevaba el cabello suelto y éste se arremolinaba en una travesura con el viento.
Nos sentamos en aquél tranquilo lugar, donde podíamos ver todas las zonas del parque. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que fui ahí, tal vez dos años, pero cuando lo hacía era porque quería alejarme del ruido y el ajetreo de la ciudad. Se me ocurrió llevar a Ana para mostrarle una agradable parte de mi pasado, dentro de aquellos días en los que apenas comenzaba a adoptar mi nueva personalidad extrovertida. Analicé las vistas con detenimiento, todo parecía igual, como si el tiempo no hubiese avanzado.
La pelirroja se acabó su helado con una ruidosa y crocante mordida. Se veía satisfecha y feliz, lo que en automático me hacía sentir bien. Se limpió las comisuras de la boca con su servilleta y después la hizo bolita.
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Para la chica que siempre me amó
Teen FictionAdrián nunca fue creyente del verdadero amor, o no lo fue hasta que conoció a Ana, la chica que se convirtió en su mejor amiga. Ella le demostró que el amor existe, pero él se encargó de enseñarle que a veces un sentimiento tan puro no es suficiente...