Capítulo 41

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Desperté por el insistente repiqueteo del celular cerca de mi rostro. Abrí los ojos muy apenas, encontrándome con éste a un costado de la almohada. Lo tomé con pesadez y respondí después de leer con los ojos entrecerrados el nombre de David en la pantalla.

—¿Hola? —Di un largo bostezo.

—¿En dónde estás? —preguntó, sonando impaciente.

—En mi casa, ¿por qué? —respondí de mala gana, molesto por la interrupción de mi sueño.

—Estoy afuera, ¿puedes salir a abrirme?

Resoplé. —¿Ya intentaste entrar?

—Sí, pero está cerrado con llave.

—¿Y mi mamá no te ha dejado pasar? —cuestioné, reacio a levantarme.

—Adrián, ¿realmente crees que te estaría llamando si tu madre ya me hubiera dejado pasar? —Indagó, utilizando un tono con el que me hizo sentir como un idiota.

—No —dije de mala gana—. Dame un momento.

Terminé la llamada y volví a dejar el teléfono sobre el colchón. Cerré los ojos por varios segundos, perdiéndome en un efímero momento de parsimonia, el cual fue tajado por los molestos golpeteos sobre la puerta de la entrada principal.

Refunfuñé por lo bajo, pero me levanté de la cama. Solo llevaba puestos unos calzoncillos apretados que dejaban todo en su lugar, y unas cómodas calcetas, lo que hizo que el frío me calara hasta los huesos. Corrí de puntillas hacia el escritorio, temblando, donde recordaba haber dejado las llaves de la casa, y con la misma premura me acerqué a la ventana, la que abrí con rapidez para no dejar entrar la corriente helada, y lancé el objeto reluciente a la deriva. Enseguida cerré el ventanal y volví a la calidez de la cama, cubriéndome con tres cobijas hasta el cuello.

En la planta de abajo escuché el sonido de la puerta abriéndose y cerrándose, después el andar de unos pesados pasos sobre el suelo de madera, siguiendo el camino escaleras arriba hasta detenerse frente a mi habitación, y sin avisar, David entró.

—¿Sabes cuánto frío hace allá afuera? —preguntó, frotándose ambos brazos para intentar entrar en calor.

—No —contesté, haciéndome pequeño contra el suave colchón.

—Sí, ya me di cuenta de ello. —Me observó con envidiosa atención.

—¿Mi madre está en casa? —pregunté, dejando caer la cabeza de lado sobre la almohada.

—Creo que no. —Meditó un segundo—. No la vi abajo, y no escuché algún ruido en su habitación.

No era de extrañarse, con cada día que transcurría parecía que a mi madre le gustaba estar menos tiempo en casa conmigo.

—Mmm, de acuerdo.

Continuando con la conversación anterior, David habló, no muy convencido.

—Sabes, por un momento creí que estarías... —Dejó las palabras al aire, y negó con la cabeza—. Ah, no importa.

—¿Creíste que estaría con Tania? —cuestioné, sonriendo con burla.

Asintió. —Anoche no respondiste a ninguno de mis mensajes.

—Lo siento, estaba cansado y llegué a dormir.

Era cierto. Regresé de la casa de Tania antes de las once, embriagado por el sueño y la desesperada necesidad de dormir. Después de nuestro encuentro carnal terminé exhausto, casi mareado debido al esfuerzo que requirió satisfacer los placeres de ambos, combinado con las malas noches que había pasado últimamente. Sin embargo, tras la abrupta decisión que tomé acerca de obedecer solo a mis deseos, descansé con el sueño de los justos: sin preocupaciones ni angustias, sin pensamientos acerca de cómo se sentirían los demás ante mis acciones. Y esa tranquilidad me gustó.

Para la chica que siempre me amóDonde viven las historias. Descúbrelo ahora