Con qué cara me atrevería a aparecer en la casa de Ana para disculparme, si de cierta manera yo fui cómplice de la paliza que le dieron.
Llevaba estacionado casi cuarenta minutos a una cuadra de distancia del hogar de su madre, en una disputa interna entre presentarme o no ante su puerta.
Catalina me había informado que la pelirroja ya estaba de vuelta del hospital, y que necesitó de cuatro puntadas en la frente para curar una herida. La dieron de alta con una receta consistente en varios analgésicos y desinflamatorios que la ayudarían a sobrellevar el dolor de los rasguños y hematomas de todo su cuerpo, así como recomendaciones para cuidar de su estado de salud: reposo, ningún tipo de esfuerzo físico y tomar los medicamentos a la hora programada.
Tenía miedo de ir con ella. No sabía cómo enfrentar la situación. Me sentía culpable, y no encontraba las palabras apropiadas para hablar con ella, cualquier oración era insignificante, nada alcanzaría para demostrar lo mucho que me angustiaba todo lo que estaba pasando, y lo culpable que me sentía.
Tomé mi teléfono y comencé a escribirle por décima vez un mensaje de texto para preguntarle si podía ir con ella, pero de nuevo lo borré, como el cobarde que era.
Recargué los brazos sobre el volante, cansado de esperar, pero demasiado asustado para actuar. Desde mi lugar podía ver la casa de Ana, afuera estaban dos carros que reconocía de otros días, eran de sus padres, lo que significaba que ambos estaban ahí, y ese sumaba un motivo más para sentirme intimidado. No conocía a sus progenitores, ya que la pelirroja aseguraba que su padre era desconfiando con los chicos, y su madre no estaba muy familiarizada con sus amistades, y por ello me había mantenido al margen, dispuesto a no generar un conflicto donde era innecesario.
Estaba cerca de ella, pero sentía que cientos de kilómetros nos separaban. Quería verla, escuchar con sus propias palabras cómo estaba, aunque lo que más inquieto me traía era la curiosidad por saber qué había sucedido realmente, pues sabía que ella no mentiría ni agregaría detalles a su favor.
Resoplé y descansé la frente sobre mis brazos. Estaba cansado de huir y esconderme de aquello que era importante, necesitaba comenzar a tomar las riendas de mi vida. El primer paso ya lo había dado al terminar mi relación con Tania, aunque el segundo me estaba costando más de lo que esperé.
La imagen de Ana apareció en mis pensamientos, como un rayo que se estrelló contra mí, tan luminoso y potente. Su sonrisa, su mirada, la simpleza de su ser. Ella estaba ahí, tan cerca, herida, llena de dolor y miedo, mientras yo intentaba armarme de valor para ir a consolarla.
Le di un golpe al volante y quité las llaves de la ignición. La duda sólo carcomía mis entrañas sin llegar a una resolución nítida. El tiempo seguía avanzando, y cada minuto que transcurría era un momento perdido en el que podía estar con Ana mostrándole mi apoyo y arrepentimiento.
Dejé el vehículo frente a la valla de un largo jardín, y caminé el trayecto que me separaba de la casa de Ana. La verdad es que mis piernas temblaban con cada paso que me acercaba, pues no conocía el alcance que podría tener mi presencia en el lugar, en especial con sus padres ahí.
Me detuve frente a la puerta principal y respiré tres veces profundamente para intentar calmar el estremecimiento que me recorría la espalda como un frío oleaje. Toqué la puerta con los nudillos y retrocedí un par de pasos para esperar, durante ese corto lapso mi estómago gruñó por los nervios, y comencé a experimentar una sensación de pesadez.
Y entonces la puerta se abrió, y detrás de ella apareció el mismo hombre que recordaba del día en que Ana fue a la casa de David para el viaje tradicional al lago. Era delgado, varios centímetros más bajo que yo, y la expresión de su semblante era el de una persona arisca, la cual detesta entablar una conversación sin verdadera relevancia para él.
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Para la chica que siempre me amó
Novela JuvenilAdrián nunca fue creyente del verdadero amor, o no lo fue hasta que conoció a Ana, la chica que se convirtió en su mejor amiga. Ella le demostró que el amor existe, pero él se encargó de enseñarle que a veces un sentimiento tan puro no es suficiente...