Capítulo 40

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Las últimas semanas de vacaciones las pasé junto a Little Darling y, como lo había imaginado, fueron espectaculares.

En la ciudad no nevaba, pero hubo varios días en los que una inusual y fría lluvia cayó acompañada de una espesa capa de granizo, la cual se asemejaba a grandes copos de nieve que cubrieron las calles de un color blanquecino, consiguiendo que el clima descendiera a temperaturas que rozaban los cero grados centígrados.

Para esa época del año lo que menos queríamos era salir a bares o cualquier lugar al que acostumbrábamos a ir durante las otra tres estaciones del año, usualmente convivíamos durante el invierno en el salón de juegos en casa de Mario, jugando billar, viendo películas o simplemente conversando, pero aquellas tardes de entretenimiento habían terminado tras su partida, por lo que buscamos una alternativa en la casa de alguno de nosotros, pero todos tuvieron una excusa medianamente válida que justificaba la imposibilidad de llevar a cabo nuestros encuentros en su hogar. Todos excepto yo.

Ofrecí mi casa con el consentimiento de mi madre, quien aceptó con unas cuantas condiciones, las cuales no eran difíciles de cumplir: todo debería quedar en orden y limpio; nadie podía embriagarse; nada de cenizas de cigarro esparcidas por el suelo; y las veladas terminarían antes de las doce. Tal vez ésta última era la única complicada para respetar, pero nos esforzábamos por hacerlo.

Ana estuvo con nosotros en cada reunión, brindando un colorido matiz a la gris monotonía del paisaje que nos rodeaba. Como siempre generó buenas impresiones y nos hizo reír en repetidas ocasiones. Había decidido bien al integrarla al grupo, aunque notaba cierta tensión en ella cuando Melissa me miraba y de manera tácita me insinuaba que hacíamos una buena pareja; la pelirroja siempre se percataba de ese ademán, pero no comentaba nada al respecto.

Aunque, en realidad, todos hacían comentarios discretos cuando creían que Little Darling no se daba cuenta. Hablaban, especulaban, inventaban. Surgían historias sobre lo maravillosa que sería nuestra relación. Intentaban que sus voces no llegaran hasta los oídos de ella, pero era inevitable entre los susurros de tantas bocas reunidas en un mismo lugar.

Y es que, a pesar de lo solicitado por Ana acerca de mantener una distancia considerable entre nosotros, y reducir el contacto físico tintado de cariño y anhelo, nos era imposible estar alejados en ese sentido. Juro que intentaba hacerlo, pero a veces creía que ella tenía un imán que me atraía sin poder ejercer resistencia.

La abrazaba de todas las maneras posibles: rodeándola por los hombros, sujetándola de la cintura, tomándola del cuello por detrás, levantándola del suelo, como lo ameritara la ocasión.

Las caricias continuaban siendo constantes. Rozaba su rostro con las yemas, cepillaba su cabello con los dedos, jugueteaba con un tecleteo sobre sus costillas, recorría su espalda con la palma.

Y los besos... bueno, esos se mantuvieron solo del lado de una amistad, una muy íntima. Besaba su nariz, sus mejillas, su frente, su cabeza, la comisura de sus labios y, a veces, su cuello.

Éramos partícipes de un juego muy peligroso, aunque la verdadera herida solo podía ser una. Me sentía devastado por aquella situación, a sabiendas de que no podría corresponderle a Ana del mismo modo en que ella lo hacía respecto a sus sentimientos, pero, aunque me esforzara por mostrarme distante, no lo conseguía. Quería mostrar una faceta desinteresada, ajena a lo que sucedía entre nosotros, sin embargo, el simple aroma de Ana me volvía loco.

¿Y cómo alejarme de algo que me hacía malditamente feliz?

* * *

Ya que mi mamá invitó a sus amigas a cenar —sí, aquella vez fue honesta cuando dijo que tenía un compromiso con ellas—, tuvimos que buscar otro lugar para llevar a cabo una de nuestras últimas veladas antes de que las vacaciones de invierno terminaran.

Para la chica que siempre me amóDonde viven las historias. Descúbrelo ahora