Capítulo 36

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De pequeño creía que besar en los labios a una persona era un acto reservado para los esposos. Después crecí y pensé que se limitaba a aquellos que eran pareja. Sin embargo, cuando tuve mi primera cita con una chica, comprendí que para compartir ese gesto no se requería de alguna clase de etiqueta, sino que se trataba de una libre demostración de afecto entre dos personas; aunque a veces, incluso, era un gesto carente de sentimientos de por medio.

Entonces, no tenía por qué sentirme mortificado por la última semana, en la que Ana y yo nos besábamos en cada oportunidad que teníamos. Sentía muchas cosas por ella, demasiadas en realidad, pero una coraza se había formado a mi alrededor, impidiéndome pensar en algo más formal como una relación, ya que no me sentía listo para enfrentar una nueva luego de lo sucedido con Tania.

Y al parecer a Little Darling tampoco le disgustaba la situación, pues hasta entonces no se había quejado ni negado a continuar avanzando conmigo sobre esa delgada línea entre la amistad y un amorío.

Esas frías tardes se volvieron cálidas. Envueltos por una capa de romántica confusión. Con cada día que transcurría nuestra conexión física era más fuerte, nuestras bocas se acoplaban con envidiable facilidad y las caricias eran más constantes e íntimas.

La pelirroja mostró una faceta que desconocía, volviéndose atrevida, espontánea y coqueta, pero no caía en una actitud desvergonzada. Todas sus acciones estaban tintadas de sutileza, se mantenía en ese perfecto borde para no sobrepasar los límites entre nosotros... Aunque a veces quería que lo hiciera.

Durante uno de esos apasionados días estábamos recostados en su cama, viendo una película romántica a la cual no le presté la debida atención. Ana tenía la cabeza recargada en mi pecho y yo rodeaba su cuerpo con mi brazo, manteniéndola cerca.

En una escena donde el protagonista besó a la chica, Little Darling pausó la película, dejando una tierna imagen en la pantalla.

—¿Qué sucede? —Acaricié su espalda con la mano completa.

Levantó la cabeza para mirarme. —Adrián, nosotros ¿qué somos?

Detuve las caricias y aparté mi mano de ella como un reflejo ante su sorpresiva pregunta. Ana se quitó de encima para sentarse en la orilla de la cama, observándome. Yo me impulsé con los codos hacia arriba y me empujé para atrás, hasta quedar recargado sobre la cabecera de madera.

—Somos... amigos —respondí con obviedad, aunque detrás de esa expresión ocultaba un tajo de inseguridad.

Se giró para darme la espalda, pero desde mi lugar podía ver el nerviosismo con el que jugueteaba con las manos sobre su regazo.

—¿Sólo somos eso?, ¿amigos?

—Sí —contesté, aunque ya no estaba convencido de la repuesta.

Y esa vacilación hizo que volviera a cuestionarme la interrogante dentro de mi mente:

Ana y yo... ¿qué éramos?

Amigos, ¿no?

¿O es que durante todos esos años me había equivocado al pensar que un beso no pactaba el formalismo de una relación?

La verdad es que con anterioridad había pensado en la respuesta a esa pregunta, pero no conseguí una resolución clara, a pesar de reflexionarlo durante muchas horas antes de conciliar el sueño.

Estaba seguro de que me sentía fuertemente atraído por ella, tanto emocional como físicamente; tal vez desde siempre, pero hasta entonces no me había atrevido a aceptarlo. Si se analizaba a partir de ese punto resultaba evidente que la mejor de las opciones era comenzar una relación estable con Ana, pues había cientos de factores que indicaban el éxito romántico entre nosotros.

Para la chica que siempre me amóDonde viven las historias. Descúbrelo ahora