EPÍLOGO

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El nuevo ciclo escolar había iniciado, y nunca antes estuve tan entusiasmado por ello. Nutrición, la carrera que elegí, me tenía encantado, cada clase me resultaba interesante y, a diferencia de mis otras etapas como estudiante, era uno de los alumnos más aplicados de mi clase. Confirmando que solo se necesitaba encontrar aquello que nos gustaba para dedicar el esfuerzo suficiente y destacar.

Agregando a esa prometedora conducta, mi amistad con los chicos cada vez era más fuerte, a pesar de las diferencias que pudiesen existir entre nosotros. Disfrutábamos de estar juntos, sin importar el lugar donde nos encontráramos, podíamos estar bailando en un antro, o simplemente bebiendo agua en la sala de la casa de alguno. Esas amistades, donde lo único que realmente importaba era la compañía, tendían a convertirse en aquellas que perduraban para siempre.

Aunque mi interés en una de ellas iba mucho más allá que una simple amistad.

Tras el encuentro con Ana decidí contarles a todos sobre lo que sentía por Clarissa —con su previa autorización—, cansado de ocultar mis sentimientos como si se tratasen de un pecado que debía ser erradicado. Ya que con el tiempo, y después de varios errores, aprendí que no debía avergonzarme por expresar mi sentir, era humano como todos los demás, y confesar lo que ella generaba en mí solo incrementó mis deseos por formalizar una relación en el futuro, pues era alguien que valía la espera.

Y es que su risa me hacía sonreír a mí. Era suave, sutil y cautivadora, así como ella. Se trataba de una chica divertida, carismática y compresiva, lo que me incitaba a quererla a pesar de que no estuviéramos juntos, aunque por ella podría esperar el tiempo suficiente, sin presiones ni una tremenda desesperación por besarla; pasar el rato con su mano sobre la mía era lo que necesitaba, nada más.

Después de tantos meses viviendo bajo la tormenta, el cielo comenzaba a despejarse y esclarecer mi rumbo.

E, irónicamente, esto ultimo gracias a Ana.

Pensé muchas cosas desde la noche en que salimos, comenzando con lo que significaba la tranquilidad que me embargó por haberme disculpado con ella después de tantos meses. Fue cerrar una puerta de mi pasado que dejé entreabierta, a la espera de que esa separación implicara un final para ambos.

Las heridas por fin comenzaban a sanar, aunque sabía que quedarían algunas cicatrices que me recordarían lo que un día sucedió.

Así era el pasado, a veces doloroso, pero cada recuerdo se convertía en una lección, las cuales nos enseñaban a no cometer los mismos errores con las personas de nuestro presente. Y no pretendía equivocarme con Clarissa como lo hice con la pelirroja. Sería claro y honesto con ella desde el inicio, y hablaría cuando creyera que algo no iba bien o me disgustaba, porque otra valiosa enseñanza consistió en el valor de las palabras.

Alguna vez, alguna persona, dijo que el valor de un hombre se medía por la firmeza y honestidad de sus palabras; por lo que en épocas de antaño yo no valía nada, era un miserable que lastimaba con el veneno de sus falsas promesas, pero eso había cambiado, y no heriría a la chica que depositaba sus esperanzas de un nuevo amor en mí.

Recordaba que tiempo atrás había optado por no volver a involucrarme sentimentalmente, aunque esa decisión se escapó de mis manos, cautivado por la sencillez de Clarissa y la forma en la que me cuidaba.

Me encantaría decir que nunca nadie se había preocupado tanto por mí, pero estaría mintiendo. Sí hubo una persona que entregó todo por el amor que sentía, pasó noches en vela hablando conmigo cuando necesité de alguien, renunció a su bienestar por el mío, e incluso perdió parte de ella en el camino. Y no supe valorarlo, aunque, tras recibir su perdón, comencé a perdonarme a mí mismo.

La parsimonia reinaba en mi vida, con altibajos como cualquiera, pero en plenitud, especialmente después de aquel día en la escuela, cuando pude cortar la raíz que crecía hacia el pasado.

Estábamos sentados en una banca en el medio de uno de los múltiples jardines de la universidad, conversando sobre lo mucho que nos gustaba la libertad de vivir alejados de nuestros padres y los beneficios de ello, cuando un grupo de chicas se sentó al otro lado del tronco caído que nos separaba, y entre ellas destacó una en particular.

Mi mirada se sintió atraída por esa chica, centrándose en el colorido de su cabellera y en lo radiante de su sonrisa. Ella no parecía haberse dado cuenta de mi presencia, y realmente no quería que lo hiciera, así podría verla por más tiempo y escrutar su rostro con calma, grabando cada detalle de éste en mi memoria o, mejor dicho, recordándolos para nunca olvidarlos.

Me divertía ver cómo se movían sus labios cuando hablaba y las expresiones de su rostro. Agitaba las manos, sonreía, sus ademanes eran tan llamativos que todas sus acompañantes se hallaban absortas en la conversación, riendo y debatiendo un asunto que no podía escuchar, pero el que me imaginaba ante sus reacciones divertidas. Aquella era una característica de Ana, sabía cómo entretener a los demás con sus anécdotas, cada que contaba una historia no podías dejar de escucharla hasta que la terminara. Siempre tenía un tema de conversación interesante, tanto como ella.

Estaba embelesado, observándola, sin algún ápice romántico o de atracción, simplemente con mera curiosidad. Entonces una voz ajena a mis pensamientos me sustrajo de ellos, tirando de mí hacia la realidad con fuerza, estallando la burbuja donde me encontraba.

—¿La conoces? —Clary preguntó, sonriendo mientras observaba hacia la dirección donde se hallaba la pelirroja.

Centré mi atención en ella. No se veía molesta ni disgustada, sino que mostraba un singular interés.

—Sí —respondí con simpleza—. Íbamos en la misma escuela.

—Es linda —comentó, regresando su mirada a mí.

—¿Lo crees? —pregunté tras una risa.

Asintió. —Me gusta su cabello, y sus pecas.

—Eh, ustedes, los enamorados. —La voz de Franco nos llamó, apartando nuestros ojos de la chica al otro lado—. ¿Sí irán a la casa de Valentina por la noche?

—¡Por supuesto! —respondió, apretando mi mano en un gesto teñido por el cariño, el cual fue visto por todos nuestros acompañantes.

Clary volvió a unirse a la conversación de nuestro grupo, de la cual había perdido el hilo desde que Ana apareció. No sabía de qué estaban hablando, y la verdad es que no me importaba. En ese momento un único pensamiento dominaba en mi mente, haciendo que no le prestase atención a lo que sucedía a mi alrededor.

Aunque, en realidad, no era un pensamiento lo que florecía en mi cabeza, sino una historia en la que una chica pelirroja de hermosos sentimientos era la protagonista. Un relato que quizás volvería a leer en un futuro muy lejano.

Miré una última vez a Ana y sonreí.

Gracias, Little Darling.

Después de aquella noche en el restaurante me encontré con la pelirroja muchas veces en los pasillos de la escuela, en el centro de la ciudad, incluso cerca de la casa que compartía con una de sus nuevas amigas.

Pero nunca más volvimos a hablarnos.

Nunca volvimos a intercambiar una sonrisa, ni siquiera por cortesía.

Simplemente nos convertimos en dos extraños.

Dos extraños que un día se quisieron.

Tal vez nunca estuve enamorado de Ana, pero siempre tuvo un lugar muy especial en mi corazón, aunque quizá no como ella hubiese deseado.

Y a pesar de que no le importara, y yo jamás se lo fuese a decir, ese espacio estaría reservado por la eternidad para ella... para la chica que siempre me amó. 



FIN. 

Para la chica que siempre me amóDonde viven las historias. Descúbrelo ahora