Capítulo cuarto.

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Las maldiciones
no van nunca más allá
de los labios que las profieren
.

William Shakespeare.


Capítulo Cuarto: Maldiciones anónimas.


9 de Septiembre de 2010.

Mya:

"1 de Junio de 1730.

¡No puedo ser más feliz! Volví a verlo.

Esta tarde decidí salir a caballo, eludí a mi carabina y al chico de las cuadras y ensillé a Violeta, mi yegua predilecta. ¡Iba con un pantalón de montar robado a uno de los criados! ¡Y montaba a horcajadas! Nunca me había sentido tan libre. Y todo se lo debo al maravilloso sentimiento que me une irrevocablemente al Duque de Brokeville, bueno, en realidad al futuro Duque.

Casi pasada una hora de mi escapada, Violeta frenó tan bruscamente que mi sombrero cayó sobre la tierra, dejando libres los indomables rizos castaños.

Bajé cuidadosamente a recogerlo, pero unos dedos largos, fuertes y bronceados lo atraparon antes de llegar a agacharme y me lo tendieron.

- Qué inesperada y maravillosa sorpresa, milady.

No debería haber alzado el rostro hacia sus increíbles ojos grises, pero lo hice, agarrando con un estremecimiento la prenda.

- Buenas tardes, milord.- contesté, prendada de su mirada de tormenta.

- Debo deciros que estáis preciosa con ese atuendo tan... cómodo.

Sabía que estaba sonrojada incluso aunque él no hubiera esbozado esa sonrisa encantadora que iluminaba su rostro.

- Ese no ha sido un comentario demasiado adecuado, ¿no cree?

- Desde luego que no lo ha sido, duquesa, pero no he podido resistirme.- rio.

- Llamadme Sophie, milord.

Tomó mi mano y depositó un leve beso sobre el dorso. Su gesto me sorprendió tanto que de mis labios escapó un suspiro, su sonrisa se amplió.

- Eso tampoco sería adecuado..., aún.

No entendí sus palabras, y se lo hice saber mediante una mirada.

- Cuando seáis mi esposa os llamaré Sophie, milady.- dijo finalmente.

Mi corazón se paró en ese preciso momento.

- ¡Milord!

Volvió a reír, con esa risa suya tan suave y a la vez masculina, fuerte e imponente pero amable.

- Perdonadme si he dicho algo impropio. Es hora de que vuelva a su casa, duquesa, o su familia se preocupará.

Asentí con dificultad, retrocediendo un par de pasos hasta situarme junto a la yegua.

No me había dado cuenta del caballo negro que había frente a mí hasta que no dirigí mis ojos clavados en el duque hacia su espalda.

Antes de darme tiempo a poner un pie en el estribo para encaramarme a Violeta, sus brazos me recogieron con una facilidad asombrosa y, de pronto, sus labios presionaron levemente los míos. Fue un beso dulce, suave, pero ardiente de todas formas.

Sábanas rojas, Sangre azul © FINDonde viven las historias. Descúbrelo ahora