Capítulo 8.

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Escuché el 'clic' del celular de Gabriela cuando colgó, y entré en pánico. Por mi cabeza pasaron cientos de ideas que todas terminaban con que algo fatal le ocurría a mi amiga y en consiguiente, a mi.

Respiré hondo, porque estaba segura que lo que sentía era un ataque de paranoia, algo completamente normal después de todo el horror que había vivido ese día. ¿Y qué pasaba con el resto de mis amigos? ¿Acaso Luis, Ethan y Camilo no se sentían igual de asustados como Betania, Gabriela y yo? Tenía que saberlo, pero a esas horas de la noche y con mis padres en casa me resultaba difícil poder salir de casa, y mi celular ya se había quedado sin batería. Ahora tendría que esperar algo, una señal que me indicara que los tres chicos se hallaban bien.

Fui al baño del piso de arriba y me miré en el espejo. Mi cara estaba casi morada. Había llorado tanto que mi habitual palidez se había ido y parecía una ciruela. No podía dejar que mis padres me vieran de ese modo, no iba a dejar que nadie se enterara de nada. Había hecho un juramento y algo me obligaba a cumplirlo, no sabía qué exactamente, pero era así.

Me di una ducha rápida para tratar de suavizar mi rostro hinchado, y afortunadamente funcionó. Mientras me vestía, escuché a mi madre gritar desde el piso de abajo que Gabriela había venido a mi casa.

Mierda. Yo en ningún momento le había dicho que viniera, a pesar de que traté de calmar su miedo por celular, aún seguía enojada con ella por comportarse como una psicópata en la tarde. Aunque la verdad, la entendía totalmente. A mi también me había asustado ver el lazo que se supone debía estar en... Aquel lugar tan terrible. Todos los objetos que habíamos lanzado al agujero se habían devuelto a nosotros excepto aquel lazo rojo, y verlo de nuevo en manos de la chica me aterrorizó.

Aunque no tanto como el truco infernal que se había apoderado del celular de la madre de Cintia. Estuve a punto de perder el conocimiento.

Terminé de vestirme y bajé las escaleras, y ahí estaba Gabriela, con su cara retorcida del miedo. Corrió hacia mi y me abrazó fuertemente, rompiendo en llanto. No odía estar enojada con ella para siempre, así que le respondí el abrazo. Traté de no llorar, porque la cara de mi madre era de duda, tanto que me hizo un gesto con los hombros preguntando qué le sucedía a Gabriela. 

-'Si supieras mamá, también estarías así'- pensé. Pero con mi cara le respondí que no sabía por qué lloraba. Mi cuerpo estaba bajo control, dominando mis emociones casi magistralmente.

Me acerqué a mi mamá y la saludé, porque no lo había hecho desde que había llegado a casa, e inmediatamente, sin saludar a mi padre subimos a mi cuarto.

-Cristina, está aquí.- susurró Gabriela apenas entramos.

-¿Qué está aquí?- pregunté, aunque algo dentro de mí sabía la respuesta.

Gabriela se quedó mirandome, hasta que quedó completamente paralizada, casi como una de las estatuas que adornan la iglesia del pueblo.

-El Diablo. Está en el cuarto, lo puedo ver.- 

-Gabriela ya basta. Deja de decir esas cosas que me estás asustando.- solté al instante. Ahora iba a hacer que no pudiera dormir en toda la noche gracias a las cosas que decía la muchacha.

-Es cierto Cristina. Está agarrado de las manos con Cintia, quien me señala con un dedo acusador, como si yo tuviera la culpa de que esté muerta.- dijo, esa vez con su tono habitual, a punto de llorar otra vez, pero las lágrimas ya no salían de sus ojos marones.

-Gab, debes controlarte. Pareces una loca.- dije, tratando de calmarla, pero no funcionó. De hecho, Gabriela frunció el ceño y me miró con ira.

-¿¡Acaso tú estarías bien si este maldito lazo te persiguiera!?- gritó mientras me mostraba el objeto del que tanto estaba aterrada, y yo corrí en seguida a cubrirle la boca.

-No se qué es lo que te pasa, pero si sigues actuando así vas a dormir en la calle hasta que lleguen tus padres.- le recriminé. Me había hecho enojar también.

La chica se tranquilizó, y soltó el lazo que cayó al suelo. Decidimos dormir con la luz encendida, pues el miedo que ambas sentíamos. Le busqué una colchoneta inflable a Gabriela quien en seguida cayó rendida, mientras yo miraba por la ventana de mi cuarto, justo al árbol de mangos que tantas veces nos había divertido a Cintia, a Gabriela y a mi.

El reloj dio la medianoche, y aunque no tenía sueño tuve que obligarme a dormir. Traté de cerrar los ojos, pero mínimos movimientos y crujidos me hacían abrirlos.

Estaba en mi cama, mientras miraba al techo del cuarto, iluminado por la lámpara, cuando de repente, ésta se apagó sola. Me senté en la cama, extrañada, y miré hacia el interruptor, pero no había nadie de pie ahí. Miré hacia abajo, dónde Gabriela dormía plácidamente. Decidí no prestarle atención y volví a acostarme, cuando sentí que algo se metía entre las sábanas. Venía lentamente desde mis pies, deslizandose hasta mi cintura. Se sentía como docenas de arañas caminando sobre mi cuerpo, así que alcé la sábana y eché un vistazo al interior. Lo que vi fue aterrador. Cintia me miraba fijamente, con su cara seria y azulada, como si tuviese mucho frío. Sacó un dedo de entre las sábanas y me señaló, acusandome.

-¡Asesina!- gritó Cintia, acercando su dedo hacia mi cara, mientras yo gritaba de horror.

Abrí los ojos de golpe. Había sido una pesadilla, y una de las peores que había tenido. Estaba bañada en sudor y mi garganta estaba seca. Se había sentido todo tan real que no me di cuenta si estaba dormida o no. Miré hacia la ventana, y el sol brillaba tenuemente a través de la ventana. Al parecer hacía poco que había amanecido. Volteé rápidamente mi cara hacia abajo, a donde se supone que Gabriela se encontraba durmiendo, pero no estaba ahí. Se había ido.

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